Martiniano Aguirre cruza los brazos para guarecerse del viento. Un taparrabos le cubre la cadera, ocultando así un concurrido mosaico de moretones. Son heridas de guerra, el resultado de golpear con la pelvis una pelota de hule de tres kilos. De hacerlo una y otra y otra vez. Martiniano aún recuerda sus primeros caderazos. Era tan intenso el dolor que ni siquiera podía recostarse en la hamaca. Y pese a ello, lo recuerda con cariño. Aquellos golpes le cambiaron la vida, le brindaron un propósito. Martiniano Aguirre se enamoró de la pelota de hule, de losgolpes de cadera. Quedó prendado del juego de pelota mesoamericano, el deporte de sus ancestros. Lo convirtió en una forma de vida.
Para las viejas culturas mesoamericanas, el juego de pelota, más que un deporte, era una manera de relacionarse con los dioses. Unos pueblos jugaban para garantizar la fertilidad de la tierra, otros para evitar guerras. La conquista provocó su desaparición y durante mucho tiempo apenas existió en la memoria de las piedras que los arqueólogos rescataban del olvido; o en el movimiento grácil de los bailarines de espectáculos turísticos. Hasta que un grupo de muchachos se empeñó a recuperarlo.
Hace dos semanas, EL PAÍS acudió al segundo torneo nacional de juego de pelota, celebrado en una hacienda en el Estado de Hidalgo. Alejados de las luces y honores de los deportes masivos, los participantes comparten un lujo, una suerte: la de aquellos que no tienen nada que perder.
Martiniano supo del juego de pelota de pura casualidad. En 1997 dejó su natal Veracruz y se fue a probar suerte a Playa del Carmen, un pueblo turístico del Caribe mexicano.Tenía 17 años. Empezó laborando como guardia de seguridad, luego de cocinero y más tarde, como ayudante en el montaje de escenarios. Fue entonces cuando vio por primera vez una pelota de hule. Entró a trabajar a Xcaret, un parque de atracciones de Playa que mezcla ruinas, juegos acuáticos y espectáculos teatrales. Martiniano dice que un escenario, un conjunto de bailarines imitaba las rutinas del juego de pelota para los visitantes. Igual que los jugadores de hace 10 siglos, los danzantes esperaban que cayera la bola, daban un salto y sacaban la cadera como si fuera un bate de madera.