No hay oración más efectiva en los últimos días que la que se le puede elevar al litigante Marco del Toro, a quien bien se le podría identificar como el San Juditas de los abogados, el santo al que se le encomiendan las causas difíciles.
Aunque nadie podría discutir la capacidad de Del Toro en temas penales, también cuenta que don Marco sabe escoger a sus clientes, se hace cargo de la defensa de pura gente inocente.
A poco usted creería por un momento que la maestra Elba Esther Gordillo haya tomado un solo peso -o en este caso dólar que no está tan devaluado- que no fuera suyo. A poco es raro que una maestra tenga casas en Polanco, Las Lomas y San Diego, y que viaje por el mundo en avión privado. Que cuando decide ir de compras no se anda con mezquindades y se gasta en su tienda favorita unos tres millones de dólares.
Si usted es de los incrédulos y desconfiados que no cree que la noble labor del magisterio dé para esos lujillos, y algunos otros, es que seguramente no conoce la profesión. Para muestra, ahí está el profesor Carlos Hank González. Ambos son un ejemplo del éxito. ¿A poco doña Elba o don Carlos necesitaron de una evaluación magisterial para dar los resultados que han dado, para hacerse de un capitalito que les permita vivir con decoro?
Y qué decir de esa víctima del encono de dos administraciones, una panista y otra priista, llamada Napoleón Gómez Urrutia.
Qué mal pudo hacer ese honrado trabajador minero. Qué culpa tiene Napito de haber tenido la suerte de nacer en el hogar que formó don Napoleón Gómez Sada, otro trabajador de las minas que junto con el hijo, forjaron una familia de luchadores por los derechos de los trabajadores, que llevó a ambos, de manera incuestionablemente democrática, a ser aclamados por los mineros como los líderes de su sindicato. A qué trabajador con un modestísimo sueldo en el área de contabilidad de una empresa minera, como es el caso de Napito, no le alcanza para ahorrar lo suficiente para estudiar en el extranjero. En qué familia no es normal que el hijo de un luchador social tenga aspiraciones de superación y estudie su posgrado en la Universidad de Oxford, en Inglaterra.
En su caso la mala fe y las vendettas políticas operaron para acusarlo de haber dispuesto de 55 millones de pesos que pertenecían a sus hermanos de oficio, por cuyos derechos veló mientras fue dirigente Secretario General del Sindicato Nacional de Trabajadores Mineros, Metalúrgicos, Siderúrgicos y Similares de la República Mexicana. Esta ofensiva lo obligó a abandonar el país y vivir en el extranjero por 12 largos años.
Sin embargo los días aciagos han pasado y, cómo en las películas de Hollywood, al final siempre triunfa el chico bueno. Y ahora Gómez Urrutia ha regresado al país, no con sed de venganza ni con rencores, sino para integrarse al Senado y “ayudar a acabar con la corrupción”. Y si él ya se comprometió a cumplir con esa misión, nadie debería de dudarlo.
Afortunadamente cuando esta gente buena y productiva, que además sirve al país sin ningún interés de por medio, se ve amenazada por las infamias y ataques políticos ordenados desde los más altos despachos del poder, y articulados por una temible Procuraduría General de la República, a la que no hay forma de ganarle un caso, siempre habrá un gran abogado que se haga cargo de la defensa, sí en parte por el dinero que pueda ganar, pero eso en realidad no es lo más importante, lo verdaderamente importante, lo que alimenta el alma y no el bolsillo, es no permitir jamás que un inocente esté preso.
Afortunadamente para la sociedad y la justicia en México hay varios Marco Del Toro, que se encargan de que los inocentes estén libres. Sin embargo, por si San Juditas y el fuero fallan, el hoy senador Gómez Urrutia sigue cargando con un amparo y no se separa de él, como lo muestra una fotografía que le fue tomada ayer durante una conferencia de prensa. Como dijo un personaje del cine: “confiar es bueno, pero no confiar es mejor”.