El jefe del gabinete de Andrés Manuel López Obrador no podía ocultar su angustia y su incomodidad en esos momentos en que el Presidente electo confirmaba la cancelación del Nuevo Aeropuerto en Texcoco. Él, que tanto había tejido durante meses la confianza con los empresarios y que les había susurrado incluso que no había de qué preocuparse, ayer se convertía en el gran derrotado.
Para colmo –y sin la menor sensibilidad en cuestión de imagen por parte de AMLO- al lado del regio lucía la presencia de una de las figuras más criticadas en esta historia que echa abajo la gran obra en Texcoco y puso como alternativa Santa Lucía: el ingeniero José María Riobóo.
Al otro lado, el pírrico triunfador de esta pelea –y a la fecha, el miembro del futuro gabinete que más animadversión se ha ganado-: Javier Jiménez Espriú, próximo secretario de Comunicaciones. Pero la angustia de Romo iba más allá de su situación personal –a fin de cuentas, la idea de ser el jefe de la oficina de la Presidencia de la República no es algo que anhelara-; su ansiedad tenía que ver con lo que podría ocurrir con el peso, con las inversiones, con los hombres del dinero. Sobre todo, con la confianza. Y esa aflicción se traslucía en su mirada, en sus gestos, en el cruzar de manos, en su ensimismamiento, al tiempo que López Obrador confirmaba ante decenas de periodistas y corresponsales, que el gran proyecto del aeropuerto en Texcoco se iría a la basura. Saldría de la conferencia de prensa inquieto, apurado en hallar la manera de tranquilizar los mercados. ¿Tendría aún la capacidad de convencer a los capitanes del dinero? ¿Le creerían, después de ver que no tuvo la capacidad de convencer a Andrés Manuel de sostener su palabra? ¿Podía ser aún interlocutor válido, o su labor como “tejedor de milagros” había llegado a su fin? Romo se lo preguntaba. De por sí, varios focos rojos le quitan ya el sueño. Y no son cosa menor, pues se ubican nada menos que en Pemex y en la Comisión Federal de Electricidad. Sus futuros dirigentes no son precisamente los adecuados, por decirlo suavemente.
Y luego, el presupuesto. Carlos Urzúa palidece cada vez que el Presidente electo promete más y más cosas (de las cuales a veces se entera por la prensa), convencido por otros de que todo es posible. El designado secretario de Hacienda no sólo hace malabares en soledad –sus subsecretarios Gerardo Esquivel y Arturo Herrera en poco o nada lo apoyan- sino que padece fuego amigo.
Horas negras, pues, para Alfonso Romo.
Martha Anaya / Alhajero / Heraldo de México