Nos deslizábamos por Calzada de Tlalpan en un taxi Tsuru a toda velocidad esquivando autos y pasando semáforos en rojo. Perseguíamos una manada de autos y motocicletas. Este grupo se reúne todos los domingos a las 11 de la noche en la esquina de Avenida Del Taller y Calzada de la Viga —justo donde se encuentra una gasolinera—, para recorrer el Distrito Federal. La dinámica es sencilla: manejar lo más rápido posible por toda la ciudad sin chocar o voltearse.
Las rutas que utilizan siempre cambian, ya que muchas veces la policía cierra calles y avenidas. Es un grupo bastante organizado que lleva radios para saber las ubicaciones exactas de los retenes. Al parecer llevan años haciéndolo: un conocido iba esporádicamente y nos platicó que muchas veces las patrullas te persiguen para hacer de esto un juego de quemados para adultos, en el que pierde quien termine en El Torito o estampado.
México es uno de los diez países con el mayor número de muertes por accidentes de tránsito. Esa noche fueron 12 las veces que casi chocamos en menos de diez minutos. Izquierda, derecha, era como ir en una montaña rusa sin arnés, pura adrenalina. Nuestro taxista era un buen conductor, y eso de alguna manera nos tranquilizó un poco por haberle confiado nuestras vidas. Era un hombre corpulento; parecía un niño atrapado en un cuerpo de hombre. Después nos confesó que aún vive con su madre, y la velocidad le daba una dosis de anarquía.
Nos escabullíamos entre los autos para poder lograr estar hasta adelante, lo cual parecía imposible. Cada vez nos rebasaban más autos y motos para dejarnos en último lugar. El taxista hacía su mayor esfuerzo por mantener su posición, se aferraba al volante que parecía incrustado en su enorme panza, y esquivaba todo tipo de obstáculos hábilmente en aquel circuito de la muerte.
Seguimos por Chabacano y luego doblamos en Cuauhtémoc. Ahí, el carril del Metrobús se llenó de autos y motos. El sonido de los motores se mezcló con el reggeaton a todo volumen de las bocinas de los coches. Un aroma a llanta quemada y anticogelante se descolgaba del ambiente. Esperamos un momento a que el semáforo se pusiera en verde. Nos convertimos en el tráfico y los autos que no pertenecían a la rodada nos miraban furtivamente. La luz del semáforo cambió, los motores ronronearon y todos salimos disparados unidos por un frenesí al volante.
En la recta, todo se volvía un performance: algunas personas se asomaban por los quemacocos con sus celulares tomándose selfies, otros fumaban mariguana dentro de los carros. En ese entorno las cámaras generaban dos cosas: agresividad y vanidad. Las chicas “koalas” abrazadas de los motociclistas nos mandaban besos, otros nos miraban con odio. Los camarógrafos se aferraban al borde de la ventana, sacando medio cuerpo para lograr una buena fotografía. Un carro se nos emparejó: “¡Váyanse a la verga, bola de putos!”, nos gritó quien parecía ser el líder del grupo, un tipo de unos 30 años, mal encarado, que manejaba un Ibiza amarillo.
“La borrega se muere”(los chismosos), dijo justo antes de intentar embestirnos a 140 kilómetros por hora. Nuestro taxista volanteó y alcanzó a esquivarlo. El tipo buscó algo debajo de su asiento; nos agachamos pensando que sacaría un arma, pero no, aventó un huevo al parabrisas del Tsuru seguido de otros más. Aceleramos y el corazón se salía de nuestro pecho. El Ibiza amarillo nos persiguió por una recta, gritándonos cosas, hasta que un auto se puso en su camino y nos permitió escapar.
Seguimos por Cuauhtémoc —estábamos a la altura de División del Norte— y nos encontrábamos ya más tranquilos, hasta que el sonido de los motores nos envolvió de nuevo. Los vimos girar frente a nosotros cuando tomamos Avenida Universidad. Desconocemos si fue mera coincidencia o nos perseguían, pero se detuvieron delante de nuestro vehículo. El líder del grupo bajó del Ibiza y entonces nos dimos cuenta que los huevos eran para marcar el coche en el que viajábamos, ya que él parecía estar buscando algo. Poco a poco empezaron a rodearnos; escapar ya no era una opción de salida. No podíamos distinguir si todos lo autos ahí reunidos pertenecían al grupo. Nos abordaron once furiosos metiendo sus puños por las ventanas del taxi. “¡Saquen las cámaras putos!”, gritaban.
Adentro del Tsuru todos teníamos nuestras pequeñas batallas: El camarógrafo a mi derecha se cubría el rostro de los golpes mientras defendía su cámara que dos tipos querían arrebatarle de las manos. “¿Yo qué? Yo soy transporte público”, decía el taxista. Al copiloto lo querían bajar, mientras él se aferraba a la puerta del carro y recibía puñetazos y patadas. “¡Dales un plomazo!”, gritó uno. Vimos todo perdido. Ninguna sirena de patrulla se escuchaba alrededor. Por alguna razón se detuvieron; parecía un milagro. Al parecer tanta violencia les aburrió, lo mismo pasa en la naturaleza cuando los animales moribundos aceptan su desgracia. Regresaron a sus coches y siguieron su curso, dejando atrás sólo ruido y furia.
Avanzamos con lo que quedaba del taxi y de nosotros; todo era silencio y el tráfico fluía normalmente. Era maravilloso verlo: ninguno de los conductores a nuestro alrededor se encontraba furioso, simplemente se resignaban al final de su último día de descanso. Bajamos del taxi. Entramos a una tienda y compramos agua. Nos limpiamos la sangre, le pagamos al conductor y le pasamos nuestro número para ayudarle a pagar los daños del taxi.