Tenía 14 años cuando mi mejor amigo se fue. David me avisó un fin de semana que fui a dormir a su casa. “Pues sí…”, empezó. “Mamá consiguió un nuevo empleo. Y… es en California”. No pudo verme a los ojos. “Está a 3078 kilómetros de aquí. Lo vi en Google”.
Me quedé callado durante un buen rato. “Me han dicho que California es un lugar genial”, le dije sonriendo. “Por allá nunca cae nieve”. Me devolvió la sonrisa. Era muy importante para mí que no me viera llorando.
“Debemos hacer que mi último día sea inolvidable”, me dijo David con una sonrisa de complicidad. No había dicho a nadie más sobre su partida. Dejaría la ciudad a mediados de febrero, por lo que todos notarían su ausencia. “¿Y si les hacemos creer que Bloody Mary me llevó?”.
Ideamos un plan brillante: después que se terminaran las clases y los profesores se fueran de las aulas, les diríamos a todos que invocaríamos al fantasma del espejo en uno de los baños, posteriormente David saltaría por la ventana. Estábamos en un segundo piso, pero se trataba de algo que ya habíamos hecho antes. A continuación, mi amigo brincaría el muro de la escuela y regresaría a su casa. Yo saldría del aula para buscarlo, y al no encontrar rastro anunciaría que Bloody Mary lo había capturado para llevarlo al otro mundo y que jamás lo volveríamos a ver.
Todos tenemos que irnos algún día. Una vez que lo asimilamos, podemos controlar el cómo.
Al menos una docena de alumnos se reunió en el baño esa tarde del viernes. El último que había intentado invocar el espíritu de Bloody Mary fue Jimmy Fisher, lo hizo en quinto año y tuvieron que llevarlo a casa pues terminó orinándose en los pantalones.
Después de todos estos años, Jimmy todavía se sienta solo a la hora del recreo.
David y yo apenas logramos contener la risa mientras ingresamos solos al baño.
“Oye, al menos deberíamos intentarlo”, le expliqué. “Así, no estaríamos mintiendo al contar que intentamos traer a este mundo al fantasma”, le sugerí dando un tono tétrico a las últimas palabras.
David palideció un poco. “Hmm. Está bien, de acuerdo”.
Con total valentía me paré frente al espejo. David se mantuvo a un costado. “Bloody Mary, Bloody Mary, Bloody Mary… yo maté a tu hijo”. Su voz y la mía hicieron eco en las paredes del baño, aunque la de David parecía mucho más exaltada.
Observamos nuestros reflejos. Parpadeamos. El reflejo hizo lo mismo. Nada sucedió.
Ambos respiramos aliviados.
“Mejor me voy de aquí”, dijo David“. “Ya es hora”.
La nostalgia y la tristeza me hicieron un nudo en la garganta. “Sí”, fue todo lo que pude decir. Puso una pierna sobre el lavabo y la otra en la ventana antes de darme el último adiós. “Nos vemos”, me dijo sonriendo.
Observó el suelo dos pisos más abajo y cambió el peso de su pierna poniéndose en posición para saltar. Prácticamente todo su cuerpo sobresalía por la ventana cuando decidí que no podía resistir más.
“BOO!”, le grité mientras saltaba en su dirección. Sus ojos se abrieron al máximo en ese instante impulsados por un sentimiento de traición y terror.
Honestamente, nunca fue mi intención hacer que resbalara. David cayó por la ventana y desapareció de mi vista antes que pudiera reaccionar.
Perfecto, pensé. Ahora tendremos que lidiar con un tobillo torcido. Esto terminará por arruinar toda la broma. Me dirigí a la ventana y eché un vistazo al suelo.
La cabeza de David había sido atravesada de lado a lado por un tubo metálico que algún día había formado parte de una cerca eléctrica. Debió haber caído 4 metros. Lo atravesó justo en las sienes. En la punta de este tubo podían verse rastros de sangre junto con algunas porciones de cerebro. Sus piernas se movían como si estuviera en medio de una carrera, pero aquel tuvo seguía firme. Apenas y se balanceaba mientras las piernas danzaban.
Después de todo, creo que Bloody Mary terminó atrapándonos. Al menos, eso fue lo que todos creyeron. Les dije que David se había acobardado después de invocar al fantasma e intentó saltar por la ventana.
Y hoy puedo ver al asesino de David cada vez que veo un espejo.