Una hora y media de batallar en el transporte público todos los días mientras me dirijo al trabajo o a mi casa. Son cuarenta y cinco minutos de ida, y el mismo tiempo de vuelta. Claro si bien me va.
Trasladarse desde el traspatio de la ciudad, es decir desde el Oriente hasta el Centro a veces puede ser una pesadilla. Y ni siquiera lo digo por la gran carga vehicular que provocan las obras viales en Avenida Zaragoza.
El trayecto a bordo de un microbús, o peor aún en el Metro, implica mantenerse alerta en todo momento. Cuidar que las manotas, las pelotas o las miradotas de cualquier sujeto no se impregnen en tu cuerpo sí que es una batalla. Las horas pico son lo peor.
Por las tardes no es diferente. Subir al Metro y embonar entre la aglomeración de personas tiene su chiste. Y aunque me parece que la separación de vagones para hombres y mujeres no significa equidad de género, prefiero encajar con las mujeres. A veces no reconozco si lo que me aplasta es la mochila de un niño, la bola se abrigos de una señora, la bolsa de mano de otra mujer o quien sabe si otra cosa.
Por eso ahora he convertido a los codazos en mis aliados. Y una disculpa si he soltado uno que otro a quien no lo merece, pero para las mujeres viajar en cualquier transporte público de esta ciudad se ha convertido en un campo de batalla constante.