Tras a su victoria electoral, Andrés Manuel López Obrador aprovechó los seis meses como presidente electo para reafirmar su liderazgo frente a los poderes constituidos y fácticos a fin de asegurar que su voluntad política se cumpla sin equilibrios ni contrapesos durante su gobierno. La estrategia resultó exitosa: AMLO será el Supremo Poder Ejecutivo de la Unión con igual o mayor poder que los mandatarios del presidencialismo autoritario de partido hegemónico. Antes de asumir el mandato constitucional, la anunciada Cuarta Transformación logró modificar la correlación de fuerzas del país y hasta tuvo tiempo de convocar a la elaboración de una “Constitución moral”.
El presidente López Obrador controlará el Poder Legislativo, la procuración de justicia, las fuerzas armadas, los gobernadores, los sindicatos, los empresarios y los medios de comunicación. Y al menos por un tiempo, estará protegido no sólo por la legitimidad que le dieron las urnas sino por un aura democrática -hasta ahora ficticia e inmerecida- porque en ella predominan las argucias sobre los valores de la democracia. (Los sofismas o argucias son razonamientos o afirmaciones que parecen ciertos pero que no lo son y tienen el propósito deliberado de engañar a alguien para persuadirlo de algo).
No sin razón, el mandatario está convencido de que un liderazgo fuerte es indispensable para cumplir con las altas expectativas creadas por sus principales ofertas de campaña: Abatir la corrupción, recuperar la paz y la seguridad públicas, combatir la pobreza y la desigualdad así como lograr un crecimiento económico incluyente de al menos 4%. Sólo un régimen hiperpresidencialista sin límites podría cumplir retos tan complejos en un sexenio. A pesar de que López Obrador ha negado de manera reiterada aspirar a convertirse en un dictador, su oferta de cambio de régimen se perfila hacia una autocracia sui generis con apariencia de democracia participativa.
Antes de la toma de posesión las “consultas populares” sin sustento legal fueron el instrumento político para imponer su voluntad y reafirmar su poder. Así se canceló el aeropuerto de Texcoco y se aprobó el Tren Maya. Ahora, con la modificación del artículo 35 de la Constitución podrá seguir imponiendo su voluntad sobre temas tan diversos y complejos como echar atrás la reforma energética, investigar y juzgar a los expresidentes por actos de corrupción o la creación de la Gendarmería Nacional, simulando que “manda obedeciendo”. Contará con una herramienta legal para reducir decisiones de política publica que requerirían investigación y debates profundos a la visión dilemática entre dos monosílabos: sí o no. La democracia política de pacotilla le servirá además como camisa de fuerza, sea para intimidar adversarios, atajar críticas o avalar decisiones controvertidas.
La mayoría de Morena en el Congreso le permitió también evitar que se modificara el artículo 102 constitucional para asegurar la autonomía de la Fiscalía General de la República (FGR). De esa forma, AMLO impuso su decisión de elegir al titular de la FGR entre una terna presentada por el Senado dominado por su partido. Con ello se cancela la autonomía de la nueva institución de procuración de justicia y el cambio de la PGR resulta meramente cosmético: la FGR servirá al Presidente. El Ministerio Público seguirá dependiendo del Ejecutivo, el mandatario continuará siendo el juez de última instancia en el ejercicio de la acción penal. Como hasta ahora, se podrá hacer un uso político de la justicia, sea para frenar o castigar a los opositores o bien para otorgar impunidad a los secuaces. Se trata de una grave regresión jurídica y política, contraria al avance hacia la consolidación de en un Estado democrático de derecho.
La posesión de la llave del “perdón” o el castigo judicial fue clave para instrumentar el cambio en la correlación de fuerzas con la iniciativa privada. Ello hizo posible el Texcocazo y la confrontación con Carlos Slim sin que el magnate ni los otros empresarios afectados hicieran olas. El sometimiento del gran capital al poder político tuvo un efecto simbólico notable en la reconformación de la élite del poder emprendida por el voluntarioso mandatario, quien interpretó el hecho como “el fin de la colusión entre el poder político y el poder económico” y lo comparó con la separación Iglesia-Estado emprendida por Juárez.
Sin rubor alguno, a los pocos días López Obrador estableció un acuerdo de cooperación con otro sector de la denominada “mafia del poder”, conformado por dueños de los corporativos más importantes de medios de comunicación del país. La audaz estrategia estuvo precedida por la renovación de las concesiones del Televisa y TV Azteca -otorgada en el ocaso del gobierno peñanietista- y tuvo un resultado inmediato en las pantallas televisivas con sendas entrevistas del presidente entrante en las pantallas del Canal de las Estrellas, TV Azteca e Imagen Televisión.
Se le cuestionó sobre la idea de poner punto final a la corrupción del pasado. El mandatario entrante respondió que enjuiciar a Salinas, Zedillo, Fox, Calderón y Peña Nieto sería “conspirar contra la estabilidad política del país” porque “habría demasiado escándalo” y “me quedaría anclado en el conflicto”.
Si bien sorprendente, la declaración no es nueva. La hizo primero en agosto de 2016. Desde entonces ha hecho alarde de incongruencia, ambigüedad y ligereza respecto a su compromiso de erradicar la corrupción. Su voluntarismo revela la toma de decisiones unipersonales y arbitrarias a la usanza del autoritarismo presidencial, con total desdén por el orden jurídico e institucional sobre la materia (remito al lector a mis textos “AMLO: Amnistía a corruptos”, Proceso 2078 y “AMLO: Acabar con la corrupción”, Proceso 2156). Todo ello abona la duda de si la transición de terciopelo estuvo basada en un pacto de impunidad con Enrique Peña Nieto, paradigma de la corrupción presidencial. Al controlar la FGR y la Fiscalía Anticorrupción, la decisión de juzgar aplicar la ley o promover la impunidad dependerá exclusivamente de lo que determine el presidente López Obrador.
En este contexto de pragmatismo político y primacía del poder, el mandatario tabasqueño presentó la convocatoria para elaborar la Constitución moral a fin de “contribuir a la transformación de la vida pública de México”. Fue un acierto haber elegido la Cartilla moral de Alfonso Reyes como punto de partida para elaborar el fundamento ético de la Cuarta Transformación. En esa joyita escrita en 1944 a petición del secretario de Educación Pública, Jaime Torres Bodet, Reyes explica el significado y la importancia de la moral en su prosa que fluye como un río de agua cristalina con un lenguaje comprensible para todos sin distinción de edad o nivel escolar. Reyes parte de la convicción de que “el hombre debe educarse para el bien” y concibe la moral como “una Constitución no escrita, cuyos preceptos son de validez universal para todos los pueblos y para todos los hombres”.
En principio, me parece saludable la idea de elaborar un documento ético y de invitar a participar a todo el que quiera hacerlo. En su intervención, Verónica Velasco, directora y guionista de cine, dijo lo que la Constitución moral no pretende ser: “No es una constitución jurídica, no es un intento por normar la vida privada o construir un modelo autoritario de gobierno. No se va a obligar o imponer nada a nadie. No es catequismo. Vivimos en un estado laico”.
Por su parte, López Obrador afirmó que la política debe estar sustentada en un imperativo ético para superar la idea de que “la moral es un árbol que da moras y sirve para pura…” (atribuida a Gonzalo N. Santos, no lo mencionó el político de Macuspana).
Coincido en que la política sin fundamento ético es un árbol que da frutos podridos. Asimismo, la democracia no sólo es un sistema político sino también un sistema de valores que pocas veces se han respetado a cabalidad en la historia de México. Por tanto, la Cuarta Transformación debería tener como uno de sus propósitos centrales el cumplimiento y divulgación de dichos valores a fin de modificar a fondo la cultura política del país en la que prevalecen el cinismo, la falta de respeto a los derechos humanos y a la ley, por una cultura política democrática sustentada en el respeto a la dignidad del ser humano y a sus derechos, así como en el respeto y fomento de la honestidad, la libertad, la justicia, la solidaridad, el pluralismo, la tolerancia, la responsabilidad, la igualdad ante la ley y el imperio del derecho.
Lamentablemente no son esos respetos y valores los que privan en el pragmatismo desbordado de la Cuarta Transformación y en un cambio de régimen que se asemeja más al autoritarismo que debemos superar que a la democracia a la que anhelamos y creemos merecer.
Como ha dicho Andrés Manuel López Obrador, “el buen juez por su casa empieza”. Por tanto es importante que el constructor de la Cuarta Transformación haga un ejercicio de reflexión y autocrítica para tratar evitar que la soberbia y las argucias del poder le impidan cumplir los preceptos contenidos en la Cartilla moral de Alfonso Reyes, entre los que destaco tres:
1.“Hay igual o mayor bravura en dominarse a sí mismo que en asustar o agraviar al prójimo.”
2. “No hagas a los demás lo que no quieras que te hagan.”
3. “El respeto a la verdad es, al mismo tiempo, la más alta cualidad moral y la más alta cualidad intelectual.” Los tres son imperativos éticos que debieran sustentar el ejercicio del poder político. Bienvenida una Constitución moral que promueva los valores democráticos arriba mencionados, pero sobre todo que se cumpla. Empezando, como dicen los clásicos, “por los de arriba” y, agrego yo, por quien ostenta el Supremo Poder Ejecutivo. Con todo respeto. Le deseo que se cumpla su anhelo de ser un buen presidente.
(Con información de aristeguinoticias)