Ocurrió cuando estaba solo en casa. Una chica me agregó a Facebook. No me pareció raro, pues a menudo recibo peticiones de amistad de viejos amigos del colegio a quienes apenas conozco.
Al día siguiente me mandó un mensaje: “Hola, ¿cómo estás? Vi tu perfil y me gustaste”.
Eché un vistazo a su perfil y vi que era muy guapa.
Esa noche comenzó a enviarme mensajes a través de Skype. Me dijo que tenía 23 años, que sus padres fallecieron y que vivía son su hermana mayor en Sidón, Líbano.
Me contó que se aburría porque no estudiaba ni trabajaba, y que su hermana era muy estricta. Le pregunté sobre sus aficiones y me dijo que le gustaba el sexo, que le encantaba.
En ese momento, sentí curiosidad, pero también desconfianza porque me sorprendió la facilidad con que se había puesto a hablar sobre sexo con un completo desconocido.
Pero estaba aburrido, mi novia estaba fuera de la ciudad y no tenía nada que hacer. Así que pensé: “¡Qué carajos! Hablaré con esta chica y veré hasta dónde llega la cosa”.
Al final, me preguntó si tenía webcam.
Así que conecté mi cámara y le dije: “¿Puedo verte?”.
Ella conectó su video y cuando la vi resultó ser una muchacha muy bonita. Con una chica como ella, uno puede llegar a perder la cabeza.
Continuamos hablando, pero sólo a través de mensajes. Me dijo que temía que su hermana la oyera. Y que hablar conmigo le excitaba.
Yo pensé que, como vivía con su estricta hermana en el sur de Líbano -y no en una ciudad más abierta como Beirut- tal vez se sentía frustrada y por eso buscaba encuentros sexuales a través de internet.
Entonces me preguntó cómo era mi pene. Se lo mostré y le dije: “Es tu turno”. Ella se tumbó en la cama, se desvistió y comenzó a masturbarse.
Nunca había visto nada igual. Era muy fácil. Demasiado bueno para ser verdad.