En la ciudad de México hubo una calle sin nombre. Era la calle más nueva de la metrópoli. Había surgido de golpe en 1861, cuando la Reforma suprimió las corporaciones religiosas y los muros de los conventos fueron deshechos a golpes de marro.
Un día los vecinos de la capital descubrieron que en donde antes se hallaba el claustro de La Profesa iba surgiendo el trazo de una avenida. Esa avenida estaba cubierta de piedras y escombros, y en ella aún relucían las astillas doradas de los retablos coloniales que habían sido destruidos. Una crónica del momento indica que la nueva calle fue vista con repugnancia. Nadie se atrevía a cruzarla. La gente se negaba a pisar un suelo al que habían santificado “las virtudes de sus antiguos moradores”.
Aunque se trataba de una calle céntrica, tardó mucho tiempo en poblarse: los lotes eran ofrecidos a precios irrisorios, pero nadie se decidía a adquirirlos. Edificar ahí, según la conseja, podría acarrear graves y muy serios maleficios. La calle permaneció sin nombre, sin alumbrado, en ruinas, convertida en un rincón irregular en el que se acumulaban las inmundicias, y en donde se perpetraban, por la noche, toda clase de delitos.
El 5 de mayo de 1862 ocurrió la derrota inolvidable de los franceses en la ciudad de Puebla. El Ayuntamiento del Distrito Federal acordó conmemorar el hecho y mandó colocar en aquella calle abandonada una placa que decía: “Calle del Cinco de Mayo”.
Qué giros tan extraños dan las cosas. La calle despreciada en 1861 fue vista con orgullo a partir de 1862. Mucha gente lloró de indignación cuando, al ocupar los franceses la ciudad de México un año más tarde, un grupo de zuavos balaceó el letrero que recordaba a los invasores el descalabro que habían sufrido en Puebla.
La placa fue puesta nuevamente en su sitio cuando el gobierno liberal quedó restablecido. El 5 de mayo de 1868 se conmemoró en esa calle —por primera vez— el triunfo de las armas mexicanas, y a partir de entonces las autoridades procuraron embellecerla. A principios del siglo XX Porfirio Díaz hizo demoler el antiguo Teatro Nacional para extender Cinco de Mayo del Zócalo a la Alameda. El viejo callejón de Mecateros de la época colonial, un pasadizo sucio y maloliente que desembocaba en el claustro de La Profesa, fue convertido en un boulevard rutilante: de un lado, las torres de la Catedral; del otro, los crepúsculos de la Alameda; y en medio, una batería de edificios suntuosos, ocupados por bares, restaurantes, tiendas de ropa y librerías.
En Cinco de Mayo abrió, en 1909, la sala de cine que introdujo en México la “permanencia voluntaria”: el Cinematógrafo-Cine Club, fundado por Jorge Alcalde. Ahí se levantó también uno de los primeros rascacielos que hubo en la ciudad: el edificio de La Palestina, cuyos cinco pisos de altura despertaban el ingenuo asombro de los caminantes. En esa calle funciona desde 1874 la tienda que posee el letrero publicitario más antiguo de la capital, la Dulcería Celaya, en cuyos escaparates, escribió Salvador Novo, existe un México más propio que el que quieren imponernos las fuentes de sodas. Ahí radica hasta la actualidad, con sus reservados de terciopelo rojo y su barra imponente de caoba, el bar La Ópera, que es hoy el más antiguo de la ciudad. Desde ahí nos deslumbran a diario el edificio del Banco de México, joya arquitectónica de 1926; la Casa de las Ajaracas, con su fachada geométrica de influencia mudéjar, y dos de los cafés más viejos del centro: La Blanca y El Popular.
La piqueta de la Reforma destruyó lo único para imponer, según la fórmula consabida, lo que es posible hallar en cualquier parte. Derrumbó el insólito convento de Santo Domingo y nos entregó a cambio una calle inútil: Leandro Valle. Debemos agradecer a la Reforma, sin embargo, la existencia de esta calle, viva y joven: una niña porfiriana.