Cuando el padre de Brryan Jackson le inyectó sangre infectada con VIH esperaba nunca verlo crecer. No imaginó que 24 años después estaría enfrentándolo en tribunales, los que han debido escuchar los detalles de su impactante y devastador crimen.
Es hora de almuerzo en el Departamento de Cárceles de Misuri. Brryan Jackson está nervioso y es es llevado desde la ruidosa entrada de la sala de espera hasta una sala blanca y tranquila.
Del otro lado, un hombre que viste un uniforme blanco de prisionero lo está esperando. Es su padre, Bryan Stewart, a quien no ve desde que era un bebé.
Jackson está aquí para leer una declaración que asegure que su padre permanezca tras las rejas por el mayor tiempo posible. Un conjunto de palabras que no creía iba a tener la oportunidad de leer desde que, en 1992, fuera diagnosticado con sida avanzado y desahuciado.
Aferrándose a una sola hoja de papel impreso, Jackson se ubica calmadamente al lado de su madre, a cinco asientos del hombre. “Traté de mantener la mirada hacia delante, no quería hacer contacto visual con él”, cuenta.
Sin embargo, lo puede ver de reojo y por un segundo visualiza su cara.
“Lo reconocí por su foto de prontuario, pero no tengo ninguna conexión con él”, dice Jackson. “Ni siquiera lo reconozco como mi padre”.
La comisión de libertad bajo palabra lo llama a leer su declaración de víctima. Jackson hace una pausa.
“En ese momento me pregunté si estaba haciendo lo correcto, pero mi madre siempre me enseñó a ser valiente”.
“Traté de recordarme que Dios siempre está conmigo. Cualquiera sea el resultado de la audiencia. Dios es más grande que yo, más grande que mi padre, más grande que esa sala e incluso más grande que el Departamento de Justicia”.
Respira hondo, fija sus ojos en la comisión y comienza su relato.