Nacida como Asamblea de Representantes en 1988, la actual Asamblea Legislativa de la Ciudad de México jamás antes había justificado su desaparición como ahora lo exige la mínima decencia, esa misma moralidad con la que dice Claudia Sheinbaum que gobernará la capital de la República.
Surgió junto con la madre de todos los fraudes electorales -esa estafa histórica que en estos momentos no deja llegar con serenidad a Manuel Bartlett a la Comisión Federal de Electricidad-, y quizá en sus primeros tres años (hasta seis, ya exagerando) la Asamblea pudo haber tenido razón de ser. Porque de ahí en fuera, le ha costado muchísimo a los contribuyentes capitalinos… a cambio de nada.
En sus distintas etapas, han transitado por ella verdaderas eminencias en materia política… y en toda materia deshonesta también, que es a la postre por lo que se clamó su desaparición.
Este ejercicio político se dio en el clímax de un verdadero zafarrancho social por el que el priísmo vio peligrar su supremacía en la capital del país, derivado de los sismos de 1985 que despojaron a la ciudad de los hilachos que la sostenían e hizo surgir a decenas de líderes comunitarios… también de distinta calaña todos.
La tremenda presión social hacia el gobierno de Miguel de la Madrid en sus últimos tres años, tanto por su célebre ineptitud en el manejo de la crisis producida por los sismos, como por su desprecio hacia la modernización que exigía el crecimiento del entonces Distrito Federal, permitió incluir en ese invento llamado Asamblea de Representantes a líderes de vecinos iracundos. Pero sólo a algunos.
Como no cupieron todos y los mejores espacios fueron utilizados para cubrir cuotas políticas, la eficacia de la Asamblea de Representantes como desahogo social fue parcial. De hecho, su misión –se difundió con furor- era crear nuevos reglamentos que armonizaran la vida de los capitalinos.
Hubo, en realidad, una cierta pasión reglamentaria –reglamentitis, acusaban quienes no creían en el invento- y la vasta producción de ordenamientos distrajo la atención de la ciudadanía, más que resolverle de tajo la problemática que azotaba siempre a la mayoría: la estrechez económica y la escasez de servicios de calidad. La falta de democracia no la resolvía la Asamblea naciente. Era una mala oferta, argumentaba la oposición.
Con todo y eso, el priísmo lastimado por las razonables dudas sobre la limpieza electoral con que Carlos Salinas alcanzó la presidencia de la República, lanzó a la Primera Asamblea de Representantes mucha de su reserva de eminencias a fin de acreditar su existencia y asegurar su credibilidad.
Fernando Ortiz Arana, un queretano de reconocida capacidad para la negociación política, dirigió a un grupo que cubrió a pie juntillas la consigna de bañar de reglamentos a la capital. Pero también ejerció con puntualidad otra encomienda: controlar políticamente al DF, en contubernio con Manuel Camacho Solís, jefe del entonces Departamento del Distrito Federal.
El equipo sirvió. Fernando Lerdo de Tejada, Santiago Oñate Laborde, Manuel Díaz Infante y César Augusto Santiago Ramírez, se ostentaron como el brazo derecho. En el izquierdo “recalcitrante”, figuraban otras eminencias: Ramón Sosamontes Herreramoro (PMS, e involucrado después en el affaire Rosario Robles-Carlos Ahumada); Héctor Ramírez Cuéllar, Leonardo Saavedra (PPS)…
José Ángel Conchello Dávila, por su parte exhibía por el PAN una extraña proximidad con las demandas de la clase trabajadora, algo que, era evidente, repudiaba otro panista huidizo, chaparrón, perfumado y exclusivista que en la incipiente Asamblea exigía que se le cocinara aparte: Felipe de Jesús Calderón Hinojosa…
¿MÁS DE LO MISMO?
Y fue así que la Asamblea de Representantes y su sucesora Asamblea Legislativa dejaron escapar su escasa fama reglamentaria y legislativa limitada, y se convirtió en un órgano dominado desde hace 15 años por el Partido de la Revolución Democrática para el reparto exclusivo de presupuestos “planchados”; para el uso de carteras políticas desde las que se depreda con enajenación; para el uso del fuero con fines mercantiles; para obedecer centaveados al jefe de Gobierno en turno, agenciarse “moches” y cocinar el abuso en el manejo de presupuestos propios y de dependencias capitalinas.
Para fortuna de quienes desde hace 30 años han financiado los caprichos y debilidades de los 660 asambleístas y diputados locales que han transitado por ella, son escasos los días que le quedan de vida a la Asamblea Legislativa.
Y deberán prepararse para el nuevo experimento, este sí con facultades legislativas “de a de veras”, llamado Primer Congreso de la Ciudad de México, ofrecido como un instrumento realmente democrático y dominado por el fenómeno morenista que azota al país.
No podrá, sin embargo, deshacerse de las calamidades que arrastra desde hace tres décadas. La minúscula oposición que procurará sobrevivir con la despiadada austeridad que le encajará Morena, cuenta entre sus filas con verdaderos ejemplares expertos en el chanchullo y la rapiña intensiva.
Entre la camada de saqueadores profesionales, diputados electos coinciden señalar hacia un “opositor distinguido”: Víctor Hugo Lobo Román, colado en el Primer Congreso como último suspiro de un perredismo escuálido, y “prominente” ex jefe delegacional que dejó en Gustavo A. Madero tantas cuentas pendientes que solamente el fuero de que gozará lo mantendrá fuera del reclusorio.
Morena, también es verdad, deberá lidiar con sus propias figuritas acostumbradas a nadar en aguas puercas y detectadas desde que perrunamente se encajaron como rémoras al partido y al mismo Andrés Manuel López Obrador… para asegurar la chuleta.
La primera prueba de vida de estos advenedizos, indeseables desde ya precisamente por oportunistas, son las embestidas por apoderarse de las presidencias de comisiones de trabajo, algo que políticamente se considera razonable pero no cuando desplazan perrunamente a morenistas genuinos y capaces.
Esta lucha fratricida podrá dañar la infancia de un Congreso que ofrece trabajar distinto y superar experiencias fallidas.
“Va de nuez”, diría esperanzado el filósofo del barrio.