Consultar a la gente es una práctica democrática, sin que ello sea un cheque de cambio para que los gobernantes rindan cuentas y asuman los costos de esas decisiones.
¿Cálculo político, demagogia o democracia participativa? Como nunca en el ámbito de la discusión pública de nuestro país, el tema de las consultas y de la responsabilidad que tienen los gobernantes electos de decidir, había sido objeto de tanto interés. Entre posturas diversas, polarizadas la mayoría, se discute sobre la intención del presidente electo, López Obrador, de hacer consultas como un método para tomar algunas decisiones públicas. Se debate que el presidente electo consulte para el tema del nuevo Aeropuerto, pero no así para el megaproyecto del Tren Maya; se debate que se cancelen los foros de pacificación previstos en cinco estados, mientras que las consultas sobre la reforma educativa continúan a pesar de sillazos y golpes.
Desde las campañas electorales, AMLO prometió hacer consultas para tomar decisiones sobre proyectos de alto impacto como el Nuevo Aeropuerto Internacional de México (NAIM) y para determinar si se revierte o no la reforma educativa. Como Jefe de Gobierno del Distrito Federal recurrió a consultas ciudadanas en temas tan diversos como el horario de verano, elevar el precio del boleto del metro, su permanencia en el cargo o la construcción del segundo piso del Viaducto y del Periférico. Diez años después, de que por segunda vez AMLO pusiera a consulta ciudadana su permanencia en el cargo, los legisladores federales aprobaron en 2014 una Ley Federal de Consulta Popular, que determina las condiciones para ejercer este instrumento de democracia directa en temas de “trascendencia nacional, que repercutan en la mayor parte del territorio nacional e impacten de manera significativa en la población”. Y a pesar de que desde 2014 la consulta popular está establecida en nuestra Constitución, los conatos que hemos tenido han respondido más bien a la lógica electoral y no han logrado pasar el aval de la Suprema Corte: en 2015, las propuestas presentadas sobre la reforma energética (PRD y Morena), elevar el salario mínimo (PAN) y la disminución de legisladores federales plurinominales (PRI) no pudieron ser sometidas a la consulta popular porque, a determinación de la Corte, dichos temas estaban dentro de los supuestos contemplados por la Constitución, en los que no es procedente la consulta popular. En suma, los mexicanos no hemos podido ejercer ese derecho contemplado constitucional y legalmente.
Así llegamos al contexto actual, en el que el presidente electo ha prometido consultar a la gentepara ayudarlo a decidir en temas fundamentales del país. Y es que el debate de hasta dónde se eligen representantes populares para delegarles la capacidad de decidir sobre el destino de sus representados y, en su caso, hasta dónde es deseable esa delegación, representan dilemas frecuentes de las democracias. Y como tal, esta discusión es tan añeja como la necesidad de la gente de encontrar un procedimiento para tomar decisiones de manera colectiva.
Y más allá de una discusión teórica sobre las bondades y límites de la democracia directa, no podemos omitir el contexto en el cual se da este debate en México, determinado por una nueva correlación de fuerzas, un reposicionamiento de actores políticos y la emergencia de otros nuevos y, desde luego, el capital político y el bono de legitimidad democrática derivado de más de 30 millones de votos. Y es precisamente en este contexto que, el uso de las consultas y encuestas al arbitrio del presidente responde a un cálculo político, lo cual es parte del ejercicio de poder público y parece será el criterio para elegir qué temas serán consultados a la gente. En todo caso, lo que debe imperar es el respeto a derechos individuales y colectivos, así como la exigencia de rendición de cuentas hacia el presidente electo y su gobierno, con consultas ciudadanas o sin ellas.
(Con información de forbes)