El promedio de vida de las mujeres trans en América Latina se encuentra entre los 35 y 41 años a diferencia del promedio general de la región, que es de 75 años, según la RedLacTrans. Históricamente se consideraba que las personas trans padecían un “trastorno patológico” porque su identidad de género no coincide con su sexo de nacimiento. Desde 2018, la Organización Mundial de la Salud (OMS) retiró la identidad trans de la clasificación de enfermedad mental.
La ONU ha advertido que “tratar a las personas trans como si fueran enfermas es una de las principales causas de las violaciones a los derechos humanos”.
Pero esto no garantiza la conciencia en la sociedad. De acuerdo con la RedLacTrans –una organización sin fines de lucro que lucha contra la discriminación de las personas trans en la región desde 2004–, 77% de las personas trans son expulsadas de sus hogares durante la infancia y una de cada cuatro no termina la secundaria por el hostigamiento de docentes y compañeros; además, 52% sufre discriminación en el sector salud.
Sin embargo, hay indicios de que la situación del derecho de acceso a la salud en América Latina está empezando a cambiar. Argentina, Chile, Uruguay, Bolivia y otros países como México permiten el cambio de nombre según la identidad de género, sin tener que hacerse una intervención previa en el cuerpo.
En hospitales públicos o privados de la región las personas trans pueden acceder a intervenciones evaluadas científicamente.
Amalia del Riego, jefa de la Unidad de Servicios de Salud y Acceso de la Organización Panamericana de la Salud (OPS), resalta que “aún resta mucho por hacer para que haya mayor acceso, sin discriminación, en todos los servicios de salud, para hacer realmente efectivo ese derecho”.
Esta es la primera de cuatro entregas de un trabajo realizado en México, Argentina, Costa Rica y Venezuela, en el que se presentará la situación que viven los transgénero en la región.
La lucha constante por la identidad
Todo el pueblo recuerda muy bien a Violeta: cómo se paseaba por las calles rumbo a los bailes, enfundada en vestidos rojos, púrpuras y de lentejuelas. Tenía una piel muy morena, dientes blanquísimos y una figura espectacular que movía con elegancia sobre unas estilizadas plataformas.
A Violeta la mataron hace más de 20 años, pero su madre llora la pérdida como si hubiera sido ayer: “Apareció a un lado de la carretera, todo golpeado”, dice sin poder evitar referirse a su hija trans con la identidad masculina con la que nació.
De acuerdo con el Observatorio de Personas Trans Asesinadas, entre el 1 de octubre de 2016 y el 30 de septiembre de 2017 fueron reportados 325 asesinatos de personas trans a nivel mundial. De estos, 267 ocurrieron en América Latina y una buena parte en México. Nuestro país se coloca como el segundo más peligroso para la población trans.
Pero el odio y la transfobia no son los únicos fenómenos sociales que atentan contra esta comunidad. También está el bullying, la discriminación, estigmatización y la falta de leyes.
La Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) reconoce que la población transgénero, transexual y travesti debe gozar de los mismos privilegios en materia de salud que cualquier otra persona. En Latinoamérica, por ejemplo, las poblaciones más excluidas son las que reciben menos información sobre salud y suelen registrar una tasa de mortalidad más elevada respecto al resto de la población; es el caso de los y las trans.
En México no hay datos demográficos públicos disponibles sobre este sector, pero esfuerzos aislados sugieren que en el país podrían habitar entre 81 mil y 183 mil 600 adolescentes trans de 13 a 18 años de edad. Aunque datos del Centro Nacional para la Prevención y Control del VIH/sida (Censida) indican que la cifra es superior a las 112 mil personas.
Acceso mínimo a salud
En México, la población trans se hizo visible sólo a partir de la epidemia de VIH. “Durante los primeros años del programa, una tercera parte de las mujeres trans que acudían a la Clínica Especializada Condesa para su tratamiento hormonal presentaban VIH”, destaca Luis Manuel Arellano, coordinador de Integración Comunitaria del programa de VIH de la Ciudad de México.
“En ese momento el seguimiento por VIH a nivel nacional sólo distinguía por sexo, hombre o mujer, así que ésta fue la primera institución en ampliar el criterio en la identidad de género; esto provocó que el resto de las instituciones en materia de salud abrieran una nueva categoría”.
Desde 2008, la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) reconoció que a las personas que viven con un género distinto se les debe permitir la rectificación de sus documentos de identidad, pero no se contaba con un reglamento, así que la Ciudad de México se convirtió en el único sitio donde las personas trans podían hacer el trámite, aun cuando se trataba de un procedimiento judicial donde era necesario contar con un abogado, dando pie a la discriminación y el estigma.
Según la Asamblea Legislativa del Distrito Federal, entre octubre de 2008 y febrero de 2014, sólo 164 personas habían cambiado sus documentos; entre febrero de 2015 y julio de 2017, la cifra ascendió a mil 923. Por ello, se aplicaron reformas en los códigos civiles de Michoacán, Nayarit, Coahuila y Colima. En el caso de Hidalgo, Chiapas, Morelos y Sonora se busca el mismo derecho.
No es una enfermedad
La construcción de identidad de género de Paulo Romo inició a muy temprana edad. Orgulloso, muestra todos sus documentos en regla: acta de nacimiento, CURP e INE. Estudió Biología y Paleontología. “Llegué a pensar que la ciencia me explicaría por qué yo era como era”, confiesa.
Con base en diversos estudios, en 2018 la OMS sacó de su lista de enfermedades a la denominada “incongruencia de género”.
El activismo, las normas y los estudios científicos llegaron tarde para Violeta. Ella fue, finalmente, víctima de la patologización, que representa el borde hacia el abismo de la discriminación, el estigma y el odio. Siendo niña su padre la golpeaba cada vez que intentaba expresarse, las burlas en la escuela la orillaron a desertar y el ambiente hostil en su casa la obligaron a huir.
Violeta encontró refugio con Margarita, dueña de una cantina, donde comenzó a ejercer el trabajo sexual a los 17 años de edad. “Aun así era feliz y siempre que podía me ayudaba”, cuenta su madre, “hasta que un día fue a la ciudad y ya no regresó”.
Cuando la encontraron, el cuerpo de Violeta mostró que había luchado hasta el último aliento, pero una vez que le arrebataron la vida alguien más le quitó su identidad. El Servicio Médico Forense (Semefo) hace más de 20 años registró la muerte de Violeta como la de un varón.