En Axoxohuilco radican 476 personas, según información de las autoridades municipales; el 35 por ciento de sus adultos son analfabetas. Ahí, por la falta de recursos, los niños se curten en el campo y las niñas se casan a temprana edad, Marcela Temoxtle, la única universitaria de la que se tiene registro en la comunidad, camina 10 kilómetros todos los días para tomar el transporte que la lleva al Instituto Superior de Zongolica donde estudia el segundo semestre de Ingeniería de Gestión Empresarial con un promedio de más de 9.
“Sabrá Dios cómo, pero voy a terminar mi carrera y ayudaré a mis hermanitos a superarse”, se decidió un día Marcela, pese a que en la comunidad, y en su propia familia, no ven “con buenos ojos” lo que está haciendo. Su padre, algunas veces gana 60 pesos, y ella necesita cada día 50 pesos para solventar sus gastos.
La comunidad de Axoxohuilco, pertenece a Mixtla de Altamirano, el municipio más pobre de Veracruz; allí los niños son enseñados a curtir su cuerpo en los campos de caña, las niñas contraen matrimonio a temprana edad, todo porque sus padres aseguran que la escuela “sirve para una chingada”.
Con base en información municipal, en Axoxohuilco radican 476 personas, y el 35 por ciento de sus adultos son analfabetas. No obstante, en la punta de un cerro cubierto de árboles de ocote, allá vive Marcela Temoxtle Temoxtle, la única universitaria de quien se tiene registro en la comunidad.
Hija de campesinos y la mayor de cinco hermanos, sus gastos escolares ascienden a unos 50 pesos diarios; su padre gana 60, de vez en cuando. Marcela intenta cubrir esa suma sacrificando almuerzos, erradicando salidas con amigos y limitándose a cuatro cambios de ropa. La joven no sabe cómo es que ha aguantado su familia, sólo espera que las carencias no le arrebaten sus sueños.
Aunado a lo anterior, en el pueblo no es bien vista: las señoras y los chismes de lavadero, aseguran que es una chamaca que sólo va a buscar hombres a Tehuipango. “La verdad, ni en la familia ven con buenos ojos lo que estoy haciendo. Siento feo, pero trato de ignorarlo”, comparte la joven de 18 años.
Marcela no rebasa el metro con 55 centímetros; dueña de una sonrisa blanca e inocente, con ojeras en su rostro, es estudiante de la carrera de Ingeniería de Gestión Empresarial, en el Instituto Superior de Zongolica, campus Tehuipango. Tiene un promedio superior a 9.
Una señorita menuda que come dos veces al día y recorre de lunes a viernes 10 kilómetros, hasta la parada donde toma el transporte colectivo. De cuna humilde, al igual que el subagente municipal y el mismo Rosendo Mayahua Flores, el campesino de 40 años que fue incluido en el libro Los 12 mexicanos más pobres, de la editorial Planeta; la miseria en esos rumbos no es celosa y agarra parejo.
Un buen día, Marcela recopiló cada uno de los consejos de sus maestros, se agarró de los llantos de su madre, afligida por su condición económica y pensó: “No quiero sufrir igual que ella. Sabrá Dios cómo, pero voy a terminar mi carrera y ayudaré a mis hermanitos a superarse”. Y así lo hizo, al día de hoy, está por terminar su segundo semestre; el camino es largo y las carencias duras, pero no se dará por vencida, asegura.
“AQUÍ LA GENTE NO CREE EN LA ESCUELA”
El caso de Marcela es admirable, calificativo que los maestros de la primaria Guadalupe Victoria atribuyen a la niña que vieron crecer en sus aulas. La escuela de muros de madera y techos de lámina es la primera parada en Axoxohuilco. Ahí, tres docentes intentan animar a una treintena de chamacos enteleridos los invitan a bailar y a cantar a olvidarse que no han desayunado.
“Es el problema que tenemos a diario. No culpamos a los padres de familia porque tampoco tienen dinero, pero la mayoría de los alumnos están anémicos. El apoyo que les dan en Prospera, programa federal de asistencia social, no les alcanza. Un niño recibe 250 pesos cada dos meses, eso se les va bien rápido”, comenta la directora del plantel.
En Axoxohuilco, se oferta hasta la secundaria, sin embargo, los números a la hora de las inscripciones son deprimentes. Tan sólo en el presente ciclo se inscribieron 25 niños a sexto grado, de los cuales dos se hartaron y decidieron acompañar a sus padres al campo. Del resto, tres repetirán año. “Así se van desintegrado las generaciones. A lo mucho terminarán diez la secundaria y al bachillerato a lo mucho de cuatro se inscribirán”.
Posterior al panorama oscuro que proporcionan los catedráticos indican el camino para entrevistar a Marcela Temoxtle: “Seguro la va a encontrar; siempre está en su casa o en la escuela”. Luego dan la orden a sus pequeños de ingresar al salón; a quienes se les ve arrastrar los guaraches hasta el aula, sin una pizca de entusiasmo, tallando sus barrigas lombricientas.
LA CASA DE MARCELA
Para llegar a la casa de la universitaria es necesario escalar 3 kilómetros boscosos; caminos enlodados donde se dan los árboles de ocote y las ardillas se pasean sobre sus troncos. En la punta del sendero se aprecia la choza de tablones y techo de cartón. Dos perros anuncian la llegada de gente extraña y es como Marcela se asoma; lleva enredada una toalla en el cabello y otra adherida a su cuerpo. Silencia los ladridos y luego se presenta de manera respetuosa.
“Perdone las fachas, pero me estoy arreglando para ir a la escuela”, posteriormente se entera de la intención de la visita y efusiva acepta publicar su historia. La única condición es que la grabación sea en movimiento, pues debe terminar de alistarse y no se lleva con la impuntualidad.
Ya vestida, con un pantalón de mezclilla azul oscuro, camiseta color morada y tenis imitación de la marca Converse, invita a pasar al forastero, mientras ella ordena sus libros conforme al horario y se arregla su cabello lacio que le cuelga hasta debajo de los hombros.
El lugar donde vive no supera los 20 metros cuadrados; como seña particular, los huecos entre las tablas están cubiertos por trabajos escolares y reconocimientos al mérito académico de Marcela y sus hermanos. La joven conserva cada uno de sus libros de texto que ha contestado a lo largo de su carrera y los apila sobre una repisa.
Al fondo del cuarto se aprecian tarimas que cumplen la labor de una cama, ahí descansan abrazados los siete integrantes. De un lado están las herramientas de trabajo de don Adolfo Temoxtle, el papá; unas botas de hule, el azadón y la pala. En el otro rincón está la máquina para moler café y el fogón que ocupa doña Dolores Temoxtle, la mamá para echar las tortillas.
De los cuatro hermanos sólo se aprecian huaraches de plástico regados sobre el piso, así como ropa colgada en un tendedero que guinda doña Dolores a lo ancho de la habitación. Marcela comparte que su meta es que todos sigan sus pasos. Está convencida que el camino de la supervivencia no es multiplicando el apellido con hijos ni ocupando la fuerza de indígena en campos moribundos, donde apenas el dinero da para que la historia de carencias se repita.
“UN DÍA DECIDÍ QUE LAS COSAS TENÍAN QUE CAMBIAR”
Luego de haber ordenado sus útiles escolares, la joven comienza a relatar cómo venció el paradigma al que está sujeto su pueblo. Al igual que Galileo Galilei, dejó de preocuparse por las cosas que señalaban como prohibidas y se adentró en lo desconocido. Hoy, asegura que la educación es una puerta fiable para salir de la pobreza.
Una tarde, después de regresar de la secundaria, se animó a compartir con su madre la idea que ya tenía sembrada: “Le dije: quiero seguir estudiando, apóyeme. Y no me refiero a la preparatoria, pienso hacer una ingeniería”. Doña Dolores Temoxtle se tambaleó sorprendida, pero luego recordó los diplomas de fin de cursos, desde la primaria y aceptó.
Y no fue para más la reacción de la jefa de familia, pues los ingresos en el hogar llegan gracias al oficio de don Adolfo Temoxtle Chipahua, un labrador de tierra; que si a veces siembra maíz, a veces gana 60 pesos. Mientras que Dolores se dedica a las labores del hogar y a ingeniárselas para darle de comer a sus cinco retoños.
La familia es una de las 160 beneficiadas por el apoyo federal Prospera, perciben 850 pesos bimestrales; 425 pesos al mes. Es decir, cuando don Adolfo Temoxtle labora, libran el día con 10 pesos para cada integrante.
Marcela comenzó a ahorrar para una computadora portátil. Tuvo que esperar 6 años y pedir apoyo a uno de sus familiares para poder adquirir el único equipo de cómputo en todo Axoxohuilco; su tesoro más preciado, asegura.
Fue en el año 2015 cuando la jovencita recibió la noticia de que había sido aceptada en el Instituto Superior de Zongolica. No niega que brincó de felicidad y enseguida abrazó a su madre, quien bañada en llantos le confesó que le echara ganas y acabara de una buena vez con la maldición de la familia y del pueblo.
“ES DIFÍCIL ESTUDIAR CUANDO SE TIENE HAMBRE”
La jornada de estudio para Marcela inicia a las 6 de la mañana, si da tiempo y hay leña, calienta su agua junto al fogón de las tortillas, si no, termina de despertar con el líquido que nace de los cerros, litros que acarrean sus hermanos en galones.
Antes de que su madre la despida con un beso en la mejilla le entrega los 50 pesos del día; cantidad que algunas veces significa el 85 por ciento de los ingresos familiares. Posteriormente, camina hasta Tlalacía a tomar su taxi comunitario, una camioneta de batea, donde se atiborran hasta 18 personas. Ahí se le van los primeros 12 pesos del día.
Las clases inician a las 8 de la mañana y terminan a las 3 de la tarde. Si hay tarea, Marcela se queda a ocupar el internet, pues ni en su casa ni en su pueblo cuenta con los servicios. Si le da sed, se compra un jugo de 10 pesos y si no desayunó, paga otros 5 por una pieza de pan. Lo que para entonces ya da un total de 33 pesos, restándole 25 para lo que queda en el día.
“En veces si me da hambre y quisiera comprarme algo para el desayuno o la comida, pero también salen gastos para entregar trabajos y pues eso es primero”, contesta sin titubear Marcela Temoxtle.
Es consciente de la situación y ya entregó los documentos en su escuela para obtener una beca y, de no ser aceptada, conseguirá un empleo de medio tiempo. Sabe que en su casa otras seis personas se amarran la tripa para pagar sus estudios.
Al caer la tarde-noche regresa a casa. Ahí su madre ya la espera con sopa aguada y sus tortillas, luego vienen los desvelos para completar sus tareas. “Me duermo a la 1 de la mañana, a mi papá le molesta que escriba a esas horas, me dice que apague la luz, pero yo le contesto que es mi trabajo, que él se duerma, que no necesita mis ojos”.
Las aspiraciones de Marcela Temoxtle son conseguir un empleo en Orizaba o bien formar parte de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas, (CDI). “Quiero salir a otros lugares y aprender muchas cosas para después regresar a mi comunidad y ayudarla”.
Una señorita visionaria e incansable con un compromiso que pactó ante su familia. “Lo primero que haré saliendo de mi carrera será sacar adelante a mis hermanitos. Mi padre cada vez se cansa más en el campo y mi madre envejece, quisiera regresarles un poco de todo lo que están haciendo por mí”, asegura.
Y así da por culminada la entrevista, no obstante, antes de salir corriendo a tomar su camioneta, Marcela comenta: “Este logro, cuando lo consiga, estará dedicado para toda mi familia. Quisiera que mi pueblo abriera los ojos y saliera adelante, pero también que el Gobierno se acordara de nosotros, que nos ayuden a cumplir nuestros sueños”.
Fuente : Sin Embargo