Comenzó con una convocatoria para trabajar en Japón. Buscaban mujeres jóvenes para ser edecanes y modelar en distintos lugares del país asiático. La fachada era música disco y celebridades de los años 70. Fue la oportunidad que Norma Bastidas, una joven de Culiacán, Sinaloa, tomó para ganar dinero y apoyar a su familia.
Resultó ser mentira. Con 19 años, ella pasó de ser una estudiante a una víctima de violencia sexual en aquel país asiático. Era 1986 cuando traficar mujeres aún no se consideraba trata de personas; el delito no se reconocía ante las leyes.
No obstante, las agresiones nunca fueron ajenas para Norma: “Japón culminó una historia que viene desde la niñez, conozco la violencia sexual desde los 11 años, viví secuestro a los 17, mi mamá sufrió abuso doméstico, mi padre tenía problemas de alcoholismo”, cuenta.
Aunque han pasado 34 años sigue enterándose de casos de explotación. Desde 2011, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) reconoció que la trata de personas es el segundo delito más redituable en México, después del narcomenudeo.
Pese a las legislaciones locales e internacionales, la cifra de afectados se mantiene inexacta. Hasta el último reporte público de la CNDH, en 2016 se contabilizaban más de 500 mil víctimas.
El infierno. Norma Bastidas creció a las orillas de Culiacán, Sinaloa. Sus mejores recuerdos están en el desayuno de todos los días: el dulce del pan caliente, el olor a café de olla, las risas de su madre y sus cuatro hermanos mayores.
También rememora la ciudad y sus cambios, cuando los días de nadar en el río o salir por las noches se terminaron por las noticias y los rumores sobre cárteles, asesinos y balaceras.
“Vi mi primer asesinato a los nueve años, cuando fui a la tienda y balearon a un señor. Pasamos de una comunidad normal a una de violencia, que a mi edad no podía explicar”, detalla Norma.
Tras el fallecimiento de su padre hubo problemas económicos en su hogar. La oferta de trabajo en Japón apareció como una gran oportunidad: tendría dinero y protección, ayudaría a su familia y podría convertirse en modelo.
Sin pensarlo más, firmó el contrato. Al llegar, los lugares prometidos de disco y celebridades estaban allí, pero la labor que desempeñaría sería otra.
Norma había adquirido una supuesta deuda que debía pagar siendo vendida y explotada sexualmente. Lo hizo por nueve meses.
“A veces, entre más luchas es peor. La única manera de sobrevivir es hacer lo que dicen y buscar la manera de salir”, narra.
De acuerdo con la CNDH, 85% de las víctimas de trata son niñas y mujeres. Existen tres tipos de acciones para atraerlas: levantones en la calle, carteles y anuncios falsos, así como relaciones sentimentales que usan los padrotes para engañarlas.
“Sé que lo mío no es algo tan horroroso como las historias que existen, pero eso no quiere decir que fue un cuento de hadas. Tenía 19 años, fue un infierno”, explica.
Veinte años de silencio. El pase de salida llegó cuando los tratantes le regresaron su pasaporte; sin embargo, el infierno la recibió en México con una historia totalmente distinta a la de sus compañeras que también habían viajado a Japón.
“Las otras cuentan que su historia fue normal. Yo no tengo por qué decir que no es cierto, pero cuando regresamos a mí me señalaron como la prostituta. Yo no lo hablé, lo negué porque era una manera de protegerme”, expresa.
La única vez que decidió contarlo, la persona que le escuchaba comenzó a reír y dijo: “Qué suerte, quién iba a decir que Norma siendo la más fea le iba a tocar ese señor con tanto dinero”. De esta forma iniciaron 20 años de silencio.
Así vivió las amenazas de muerte en México, los cristales rotos para intimidarla, la negligencia de las autoridades y su propio exilio por miedo a represalias contra su familia.
Para ella, las víctimas son tratadas con más violencia y se vuelven las responsables de todo lo ocurrido.
“No hablamos porque la humillación y el miedo son profundos. Nadie me preguntó por qué la policía no hizo nada. Tenemos que entender: esto no se trata de revictimizar. Cuando intentamos ayudar, debemos ofrecer el apoyo incondicional y sin fecha”, señala.
Contra agresiones. La tranquilidad volvió seis años más tarde cuando Norma conoció a su esposo y se mudaron a Canadá. Empezó una nueva vida: aprendió japonés, tradujo películas y se convirtió en modelo; después, decidió ser madre.
Su historia siempre silenciada comenzó a romperse sin palabras, primero se liberó corriendo. A los 38 años perdió su empleo y su hijo mayor comenzó a perder la vista. Norma se sentía asfixiada, con ganas de gritar, de dejar todo, por lo que por las mañanas salía a correr para despejarse, así encontró la libertad.
Ahora es activista, ultramaratonista y realiza deportes extremos. Hoy presenta el documental Woman en el Museo de Memoria y Tolerancia. Considera que lo mejor que puede ofrecer es apoyo a quienes pierden la esperanza tras sobrevivir a delitos.
Como una víctima de los años 80, para Norma la violencia contra las mujeres no disminuye. Ahora, 34 años más tarde, la confianza está en las movilizaciones en un grito colectivo por la justicia para todas. Reconoce que lo que más admira de las nuevas generaciones es que ya no huirán de las agresiones.