En realidad no existen alternativas de las que pueda echar mano el presidente de la República, Andrés Manuel López Obrador, para superar los problemas de seguridad, ocasionados por las actividades altamente lucrativas de la delincuencia organizada mexicana que ahora es de rango trasnacional. Tampoco las tuvieron sus antecesores desde el sexenio del presidente Ernesto Zedillo. Con altos costos para el país, solo se pueden considerar dos variantes: el regreso paulatino de los militares a los cuarteles; y, el nombramiento de un civil al frente de la Secretaría de la Defensa Nacional (SEDENA), tal como sucede en otros países y democracias consolidadas o en vías de consolidación como la nuestra.
La corrupción tolerada por décadas y la fallida alternancia política en el país han sido factores determinantes en el agravamiento de los problemas de inseguridad y de la penosa efectividad del sistema jurídico en su conjunto. La falta de visión política de las últimas tres administraciones presidenciales agravaron los niveles de violencia y ampliaron la debilidad del Estado en el territorio nacional. El poder del narcotráfico se asumió como una autoridad paralela a la del gobierno en todos sus órdenes. De la alternancia fallida hubo dos ganadores: los gobernadores que saquearon la riqueza nacional y los cárteles criminales que subordinaron a la autoridad, por dinero o su poder de fuego.
La presión del gobierno de los Estados Unidos obligó que los militares mexicanos salieran a cumplir funciones de policía civil, desde la década de los setentas con llamada “Operación Cóndor”. La exigencia se fundó en que no existía en México una policía capaz de hacer frente a un fenómeno delictivo que no podía combatirse sólo con detenciones y consignaciones en flagrancia ni de meras estrategias de vigilancia y patrullaje policial. Ahí empezó la desgracia que azota a la Nación. Pronto, los presidentes normalizaron la participación de los militares ante la generalizada corrupción de los cuerpos policiales federal, estatal y municipal.
La actuación de los militares ya suma varias décadas en el combate a las organizaciones de traficantes y en la erradicación de los plantíos de marihuana, amapola; así como en el decomiso de estupefacientes y destrucción de laboratorios de drogas sintéticas. Según Luis Astorga, en los noventa, personal del Ejército acaparó la Procuraduría General de la República (PGR), el Instituto Nacional para el Combate a las Drogas (INCD), el Centro de Planeación para el Control de Drogas, 23 de los 35 aeropuertos nacionales y todas las delegaciones de la PGR en la frontera norte. Desde entonces no han sido ajenos a la infiltración criminal.
Jorge G. Castañeda ha señalado que cada presidente se da cuenta de que, en México, es el ejército o nada. No hay fuerza policiaca que sirva. Subsecuentemente, el presidente en turno decide dejar al ejército al mando del combate contra las drogas, subiendo o bajando el nivel de intensidad de su involucramiento, mientras vuelve a lanzar un plan para crear una policía nacional.
El resultado de esa intervención militar ha sido que la corrupción alcanzó a los mandos altos del Ejército. Públicamente se niega, pero es evidente la participación de militares en actividades ilícitas. Seguramente, en el país se tiene información relevante sobre el tema, pero la dependencia de la autoridad civil de los militares es tanta que resulta excepcional procesar a un general y más si fue, o es, el secretario de la SEDENA.
Esa limitante no existe en los Estados Unidos; ahí se tiene información detallada del contubernio de militares con grupos fuera de la ley. Desde la embajada norteamericana, que en realidad funciona como centro de espionaje, interactúan los distintos cuerpos de inteligencia para generar información sustantiva para la seguridad de su país.
En el momento que lo decidan pueden detener a cualquier implicado que pise suelo estadounidense. Lo grave de esta medida latente para los políticos, militares, banqueros y empresarios mexicanos es que en aquél país los juicios son públicos. De ahí lo crítico del regreso del general Cienfuegos a suelo nacional sin ser juzgado. Fue una concesión política para el presidente. El mal menor fue pedir la anulación de los cargos contra el militar y negociar lo que fuera a cambio de evitar un escándalo que, en estos momentos, pondría en grave riesgo la estabilidad política del país.
Esta inédita decisión diplomática negociada entre ambos países obliga a repensar la presencia militar en las calles; su exposición en el combate al crimen organizado está debilitando la única institución confiable que nos queda. Los soldados deben regresar a sus cuarteles y el gobierno preparar el escenario jurídico para que un civil sea el secretario de la SEDENA.
Si se generaliza la corrupción en el Ejército, no habrá manera de recuperar la paz pública ni garantizar la gobernabilidad democrática nacional. Allá el general es culpable, acá está por verse.
Fuente : https://8columnas.com.mx/opinion/opciones-ante-el-caso-cienfuegos/