El plan de adecentar la administración pública federal en que se ha embarcado Andrés Manuel López Obrador para ponerlo en marcha a partir del 1 de diciembre, podrá tener las imperfecciones naturales de un proceso que parece acelerado pero que se juzga indispensable.
Sin embargo, los cambios radicales que ha anticipado que aplicará y que para sus caros y viejos opositores tienen rasgos impositivos, tendrán que mostrar su eficacia en un plazo prudente, no solamente porque lo exigen las terribles circunstancias en que se encuentra la nación, sino porque de lo contrario serán tiros por la culata.
La descentralización administrativa, que se antoja temeraria, siempre ha sido una promesa inacabada. Desde hace más 40 años los sucesivos gobiernos la han arrastrado como oferta de modernidad y eficiencia en el quehacer gubernamental, pero ellos mismos la han atorado por sus altos costos financieros, de movilización de una burocracia electoralmente chantajista, por la pérdida de control político y de las posibilidades de venderse caro (hacer chanchullos a puerta de casa, pues).
La tal desconcentración se reveló más necesaria a raíz de los sismos de 1985 en la Ciudad de México. Se tomó la decisión terminante de llevar las dependencias federales al interior de la República, pero el entusiasmo duró lo que el luto por las pérdidas humanas en aquel entonces. Sólo Caminos y Puentes Federales de Ingresos se reubicó hasta donde sigue ahora, en Cuernavaca.
López Obrador sabe que la educación es uno de los temas que entraña una dificultad terrible. La trágica Reforma Educativa que Enrique Peña Nieto le encajó al país por encargo de organizaciones mundiales del comercio, fondos monetarios internacionales y/o bancos interamericanos de desarrollo, así como la carencia de un modelo educativo culturalmente coherente y la desobligación de los gobiernos en su compromiso constitucional de garantizarla a todo el pueblo, requiere de muchos sexenios para reparar los daños.
El haber dejado la educación en manos de una mujer cuasi analfabeta como lo es Elba Esther Gordillo y un Estado desligado en esta materia, ha cosechado resultados espantosos: se renunció a un modelo de educación científica y orientada socialmente, por una educación funcional, encaminada a la formación de jornaleros, con limitantes marca Conalep y promotora de la deserción escolar.
La austeridad, la equidad en el ingreso de la burocracia y la eliminación de prebendas y magni-pensiones, son otros aspectos que han comenzado a provocar reacciones virulentas en contra (incluso en secreto y hasta con fenomenales lloriqueos –remember Vicente Fox-), pero sobre los que López Obrador ha ofrecido ser inflexible.
Cierto es que la cultura de la honradez no se da por decreto, pero la anunciada cruzada contra la corrupción en todos los ámbitos requerirá de instituciones y colaboradores leales, otro asunto que se anticipa complicado porque existen dudas respecto de la probidad de quienes la aplicarán.
El combate a la impunidad, la devolución de la certeza jurídica y de la seguridad pública a la gran mayoría de los mexicanos ofendidos y torturados por las mismas instituciones que eligió y sostiene, tampoco son cosas menores. Empujar planes sólidos para generar empleos, rescatar la industria energética, amortiguar la carestía de la vida, dignificar al mexicano insultado en su propia tierra, modificar la conducta entreguista de la actual y anteriores administraciones federales frente a los imperios financieros del exterior, son tareas irrenunciables… Al menos, existen en los nuevos planes sexenales.
Es indiscutible que el país necesita una pacificación a largo plazo, una eficiencia administrativa permanente, una blindada cultura por la honradez. Todo podrá estar sujeto a revisión en esta nueva etapa de gobierno y deberá justificar su implementación con resultados de eficacia que necesariamente deberán darse. Pero de nada servirán si son efímeros.
Y habrá que esperar, porque seis años parecen pocos para que cuajen, para el Estado moderno que López Obrador ha trazado, las nuevas caras decentes en los ámbitos administrativos federal, estatal y municipal. De la mano va el Legislativo.
Los fallos que produzcan, en cambio, serán carroña suficiente para alimentar el escarnio y el descrédito.