Las recetas son como la lengua, cambian tanto como su uso. Se les quita, se les agrega, se les transforma, así perduran, viajan y sabemos que están vivas. Las recetas de Navidad, esas que llamamos tradicionales, no son una excepción y aquí tenemos al menos tres ejemplos: un pescado que nos une —con una línea punteada si lo prefieren— a los europeos medievales, una bebida especiada que nos lleva de viaje por la ruta de las especias y una hierba que crece en la milpa. El tiempo nos ha dejado apropiarnos de todo, moldear la tradición a nuestro gusto y compartirla en el festín que llega cada 24 de diciembre a la media noche.
Bacalao a la vizcaína: cruzar los mares de los tiempos para comer una torta
Asómense. Pásenle a la cocina de una casa en México y verán que en los días previos a la cena de Nochebuena hay trozos de Pescado remojándose, pedazos de bacalao despojándose de la sal que se usó para su conservación, hidratándose a la espera de convertirse en un guiso y, pasada la noche de su debut, en un relleno codiciado para las tortas del recalentado, la verdadera fiesta de las navidades.
“La desalada toma dos o tres días, por lo menos”, dice Silvia Guerrero sobre este ritual, una mujer mexicana que ha preparado este plato durante 25 años. Silvia, con la autoridad que tienen las madres que disfrutan cocinar, dice que para un bacalao exitoso hay que invertir en dos cosas: paciencia —en días en los que el tiempo es un valor muy preciado— y en la calidad de los ingredientes involucrados.
Ella menciona dos factores fundamentales: “aceite de oliva súper fino y una troncha de bacalao noruego, al que se le vea la carne, que sea gordo, grueso”. Parte de una sabiduría que ha pasado de generación en generación, moldeando una tradición y modificado una receta que lleva varios cientos de años rondando sobre la mesa.
Vamos al año 1933. Tomemos por ejemplo el recetario de la escritora y gastrónoma española Marquesa de Parabere, una enciclopedia sobre los platos favoritos de la aristocracia española —reeditado en 1940— que hace referencia al bacalao a la vizcaína y también pide atención a la calidad del pescado: entre el que tiene la carne blanca, y que las clases altas podían pagar, preferible al de tonalidad amarillenta.
Aunque es probable que las versiones de bacalao de Silvia y de la Marquesa difieran por completo, ambas tienen en común la fascinante historia de un producto que revolucionó el mundo (la biografía más conocida al respecto, de Mark Kurlansky, se llama así: Cod: the fish that changed the world).
Con esa excusa podemos volver hasta la Europa medieval, digamos entre 1350 y 1550, años en los que se comía ballena —o eso dice Kurlansky— y la demanda de pescado creció gracias al catolicismo, una fe que exigía abstenerse de la carne y, en su lugar, promovía los alimentos frescos —el pescado uno de ellos, solo por venir del mar—, al menos 150 días al año.
Para satisfacer a los fieles los pescadores europeos ya sabían de sobra que si el bacalao era procurado con un método de conservación, resistía viajes de larga distancia.
Los vascos, adelantados en la carrera de la pesca en esa época, ocupaban sal para esos menesteres y los vikingos, según Kurlansky, curaban el pescado, secándolo hasta que quedara “duro como una tabla”; una práctica que quedó afincada en los países nórdicos, de la que el Consejo Noruego de Exportaciones Marítimas tiene registros que se remontan al año 875.
Estas habilidades permitieron a los europeos explorar nuevas rutas hasta que el viejo y el llamado nuevo mundo se encontraron. Los pescadores hallaron en las costas de América del Norte bancos de bacalao. Eso creó un mercado de pescado seco que sentó las bases para el comercio de especias y, con el paso del tiempo, afectó las costumbres alimentarias en diferentes puntos del mundo, incluido México y sus tortas rellenas de Bacalao a la vizcaína.
El ponche, las posadas y la carrera por las especias
Cuando era niña mi abuela me llevaba a las posadas de la iglesia del Carmen Alto. Era Oaxaca, en los años 90 y era una iglesia católica con un patio lo suficientemente grande como para colgar una piñata —rellena de frutas y dulces, como las colaciones, que son un crimen contra la infancia—. Los parroquianos estaban a cargo de la comida, algo sencillo: tamales, charolas con mitades de bolillo con frijoles refritos y queso, y tortitas de chileajo. Para beber tomaban turnos el atole, el café de olla, el chocolate y el ponche de frutas.
En mis navidades del nuevo milenio la posada se ha vuelto una tradición más casera que comunitaria y una piñata no lleva frutas ni de broma. Lo que permanece es el ponche. Ese lo hace mi abuela, en una olla de barro con tejocotes, guayaba y pedazos de caña delgaditos que uno mastica hasta el cansancio. Es una pócima agridulce que calienta el estómago y huele a anís con canela. Es un abrazo que viene de mi abuela y, la historia ha dicho, de la India.
El ponche es tan antiguo como los deseos de los europeos por dominar el mercado de las especias. Una bebida cuyo pasado se ha podido rastrear gracias a la etimología de la palabra: ponche en español, derivado del inglés punch, que a su vez proviene del hindustaní paanstch, que significa “cinco” y se refiere, en la versión más difundida de esta historia, al número de elementos que componen la bebida: dulce, amargo, alcohol, agua y especias.
Aunque esta teoría proviene de los anglosajones, de un señor que se llamaba John Fryrie, en España hay noticias de ponches que se conocían como “tónicos reconstituyentes” y se hacían mezclando brandy con naranjas o melocotón.
La versión latinoamericana —en México y en Guatemala, por ejemplo— no se prepara en cuencos, como lo acostumbrarían más tarde los británicos, pero es reconfortante y sigue el principio de estos supuestos cinco elementos: agua, endulzantes como el piloncillo, especias como la canela y la adición de frutas locales, como el tejocote y el mamey, que tienen como resultado una bebida agridulce que puede (o no) llevar alcohol.
“Se tiene noticias de su elaboración por recetarios del siglo xvii y en él se muestra una simbiosis de culturas”, describe el historiador Celso Lara, reconociendo la presencia de la cultura árabe “por el uso de frutas secas”, que llegaron al continente americano con los españoles.
Lara también explica el vínculo histórico de esta bebida con celebraciones religiosas, como las posadas de mi infancia, asegurando que desde el siglo xix el ponche era la bebida que acompañaba, junto a los buñuelos, las fiestas dedicadas a la Virgen de la Concepción y de Guadalupe: “se preparaban para que las personas que iban a los rezados entraran en calor”, explica, ofrecido por personas en las veras de las iglesias y posteriormente en las casas.
Romeritos con mole: el revoltijo colonial
Sería difícil concebir una fiesta en México sin invitar a un tipo de mole a la mesa, una de esas salsas descritas por Fray Bernardino de Sahagún como una mezcla de muchos ingredientes, una salsa de raíces prehispánicas que se combinó con los productos que llegaron con los españoles. No teman: su espacio en las fiestas navideñas ha sido reclamado y se llama: romeritos con mole.
En papel, si me lo preguntan, la receta de este platillo suena un poco difícil de digerir. Hierbas con mole, con tortitas de camarones, a veces con papa y con nopales. En tercera dimensión, por fortuna, este plato es goloso, complejo y según la receta que se mire, hasta un poco picante.
Aunque ya dijimos que el protagonista es el mole, los romeritos son el ingrediente clave de la historia, un quelite —hierba comestible— que crece en la milpa, ese sistema de cultivo genial del que se come y se aprovecha todo.
Esta hierba que tiene un lejano parecido al romero, era apreciada por sus nutrientes y se consumía en las épocas cercanas al solsticio de invierno, cuando se conmemoraban las fiestas del Panquetzaliztli, en honor al dios de la guerra Huitzilopochtli.
Aunque los españoles solo vieron en los romeritos una maleza, los indígenas apreciaban esta hierba por sus nutrientes y porque podían consumirla cuando el cuerpo tenía que guardar ayuno.
Los romeritos con mole y tortitas de camarón son ese revoltijo que resume el proceso de mestizaje en México: el sincretismo de creencias religiosas, de ingredientes del viejo y del nuevo mundo y del sentido comunitario de las fiestas, porque en casa no se prepara un plato de romeritos si no es para compartir.