El Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública registró 35 mil 285 denuncias de violación sexual en todo el país, entre enero de 2014 y septiembre de 2015. De acuerdo con el Observatorio Ciudadano Nacional del Feminicidio, el registro de los casos no representa la magnitud del problema, pues se estima que sólo el 10 por ciento de las agresiones sexuales se denuncia.
En la mayoría de los casos, la falta de denuncia se debe al estigma social que persiste en torno a las mujeres, adolescentes y niñas que sufren violencia sexual (en particular una violación); al miedo de las represalias del agresor; la ausencia de redes de apoyo para las víctimas y la desconfianza hacia los sistemas de procuración e impartición de justicia.
Veracruz, Puebla, Morelos, Guanajuato y el Estado de México, encabezan la lista con el mayor número de reportes de violación sexual en México.
El siguiente relato en primera persona muestra la desesperación de muchas mujeres frente a un problema atendido con silencio o con silbatos, y la impotencia por un sistema de justicia que, con su insensibilidad, parece promover la misoginia, las agresiones, los feminicidios…
Por Yektlalia
Ciudad de México, 2 de junio (SinEmbargo/Vice).– Estaba inconsciente. Me violaste.
No, no me atrevía a usar esa palabra. Una violación ocurre en la banca escondida de un parque poco iluminado, o a manos de un tipo que pone algo extraño en tu bebida, o en un callejón, rodeada de extraños, a gritos, a forcejeos.
Tus amigos no te violan.
¿Denunciarlo? ¿Con qué pruebas? Ni si quiera lo recuerdo todo.
Recuerdo tan sólo aquello de lo que se hubieran burlado en una denuncia. Me pude imaginar esperando incontables horas en el Ministerio Público, embestida por la indiferencia de un sistema judicial obsoleto, que de acuerdo a la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas de México, tan sólo consigna al uno por ciento de los agresores sexuales en el país. Casi podía escuchar a los policías repetir ese discurso que seguro tienen ensayado, en el que yo, de algún modo u otro, era la culpable.
Me imaginé diciéndole a mi padre que habían violado a su hija, que me acompañara a levantar una denuncia. Nos imaginé denigrados, mi familia destrozada, no sólo por el dolor de saber que alguien a quien aman había sido ultrajado, sino por todo el tortuoso camino que habríamos tenido que cruzar. Ahí está el caso de Paula Sánchez, quien a sus quince años, fue tan brutalmente atacada y violada que los siete hombres que lo hicieron creyeron haberla abandonado muerta. Al denunciar, Paula y su madre fueron humilladas por la sicóloga, la médico forense y los burócratas del Ministerio Público.
Días después reconocieron a uno de sus agresores, quien sólo estuvo preso 24 horas. Ante la incompetencia y apatía de las autoridades, investigaron por su cuenta, lo que trajo consecuencias funestas.
Recibieron amenazas y dispararon a su vivienda en varias ocasiones; durante la última, el padre de Paula murió de un ataque al corazón. Me desgarra saber que hoy siguen esperando justicia.
Para mí, denunciar fue inconcebible. Fue una decisión personal. Someterme y someter a quienes amo a un proceso legal en un país donde la violencia hacia las mujeres es la norma, no era una opción. Necesitaba encontrar otra manera de lidiar con ello.
Sólo tengo memorias esparcidas. Memorias borrosas, desde que junto con varios amigos llegamos a nuestro bar favorito, hasta que uno de ellos ofreció su departamento para seguir tomando. Tomamos varios tragos de tequila ahí, recuerdo que después fuimos a comprar más cervezas. Memorias revueltas, platicábamos de todo, de mi novio, de la novia del otro amigo presente, del amor, hasta de sexo. Me sentí segura entre dos de mis mejores amigos.
Recuerdo que cuando decidimos dejar de tomar e ir a dormir, mi otro amigo se quedó en la sala. Yo me dejé caer sobre la cama de abajo de una litera en la única habitación que había.
A la mañana siguiente desperté cuando tocaron la puerta desde afuera de la habitación. Abrí los ojos y lo primero que recuerdo sentir fueron sus brazos apretados sobre mí. Mi vestido estaba revuelto.
Recuerdo despertar con náuseas y un martilleo en la cabeza, tratando de entender lo que pasaba.
Despertando en total desconcierto, con él, en la misma cama, recuerdo que lo que más me tranquilizó fue ver que tenía toda mi ropa puesta. Lo más aterrador ocurrió instantes después: al levantarme, me di cuenta que no tenía mi ropa interior.
Aún en shock y sin tener tiempo de reflexionar, salimos a prisa. Intercambiamos pocas palabras. Llegué a casa y me tiré en mi cama. Sólo logré pararme a vomitar. Nunca había sentido tanto asco; es lo que más recuerdo de ese día, las náuseas.
Cuando logré entrar a la regadera me desplomé por primera vez. Algo andaba muy mal, el vestido alborotado, mis pantaletas perdidas y mi primer recuerdo, uno de los pocos que he logrado visualizar hasta ahora, me dejaron tirada: Lo vi sobre mí, tratando de besarme. Yo movía la cabeza, me retorcía. No podía hablar. Lo empujaba para alejarlo, pero no sé con cuanta fuerza. Recuerdo que se alejó de mi boca y metió su cabeza dentro de mi vestido.
Es la escena que recuerdo con más claridad, perdía la conciencia a ratos. Recuerdo los barrotes de la litera de arriba, la puerta frente a nosotros, todo sin muchos detalles. Mi memoria sigue hecha pedazos, lo recuerdo encima, entre las faldas de mi vestido y después nada. Nada.
Hasta que desperté esa mañana.
Mientras trataba de aguantar las náuseas y el llanto para poder tallar con una esponja mi cuerpo, me convencí de haber sido yo la aprovechada. Me parecía más fácil pensarme una puta que lidiar con un abuso. Pensé que había cometido una de las peores estupideces de mi vida y me había besado con uno de mis mejores amigos, en su cama. Él, como pocos, sólo había querido complacerme, y yo, que seguramente lo había seducido, ni si quiera había sido capaz de quedarme despierta.
Aún en shock, creyéndome convencida, lo busqué por mensaje. Le dije que había olvidado muchas cosas en su departamento, que apenas podía levantarme por la cruda, que había faltado a una entrevista de trabajo. Él bromeaba en sus mensajes, lo cual, hasta cierto punto, me tranquilizó. Quizá yo era quien estaba exagerando.
Pensé que debíamos platicarlo en persona, que no tendría que significar el fin de nuestra amistad. Después de todo, de lo único que estaba segura es de no haber gritado, ni haberlo golpeado, ni llorar, ni pedir ayuda, ni decirle con palabras comprensibles que se alejara. Permanecí ahí, balbuceando incoherencias, respirando. Él no había hecho nada malo.
Por ello, jamás olvidaré todo lo que sentí cuando leí un mensaje que me envío días después:
“Hola, oye, pues… sólo me queda una duda… ¿crees q todo vaya seguir igual entre nosotros después de lo q paso? Ya ves, por aquello de que no usamos ninguna protección”.
Le contesté que no quería usar el alcohol de pretexto pero que verdaderamente no recordaba todo. Le supliqué que me ayudara a recordar; no quería arruinar nuestra amistad. Seguí escribiéndole sin obtener respuesta.
Otros miedos que hasta ese instante no habían existido en mi mente me invadieron; enfermedades de transmisión sexual, un embarazo. Su mensaje había llegado en la madrugada y a esa hora salí a buscar una farmacia abierta. Contestó muchas horas después. Algunos de sus mensajes eran cortos, fríos, otros con bromas ofensivas que denotaban lo poco que le importaba lo ocurrido. Los días siguientes fueron una pesadilla.
Cuando finalmente regresó mi novio de viaje tuvimos una de las conversaciones más angustiantes de mi vida. Desde aquel primer desplome en mi regadera, me sentía terrible, sucia, frágil, culpable; incluso llegué a temer que me culpara, o quisiera terminar la relación conmigo, pero ocurrió todo lo contrario. Me ayudó a entender que yo no había hecho nada malo. Salí a beber con amigos, algo que había hecho en muchas ocasiones, excepto que esta vez uno de ellos, aprovechándose de mi estado, abusó sexualmente de mí. Mis sentimientos de culpa y odio hacía mí cambiaron en ese instante. Las circunstancias o la cantidad de alcohol eran —y son— irrelevantes. El sexo sólo puede ser consensual cuando todas las partes involucradas están de acuerdo y participan, conscientemente, durante todo el acto. Estaba inconsciente, él me violó. No fue mi culpa, él fue el culpable. Toda mi rabia se tornó hacia él. Después de contemplar la opción de denunciar y darnos cuenta de lo absurdo que sería en mí caso, comenzamos a planear otra manera de obtener justicia.
Me quedaba claro que no quería ser interrogada por burócratas indiferentes bajo el escrutinio de policías insensibles. No quería vivir la frustración de que a menos que pagara lo suficiente o conociera a algún alto mando, harían lo que fuera por no tener que dar seguimiento a mi caso. No quería involucrar a mi familia. No quería vivir un infierno disfrazado de circo grotesco, para que mi expediente terminara perdiéndose entre ese noventa y nueve por ciento de agresores que no se consignan.
Si a alguien como Jessica Lucero, a quien a pesar de conocer a su violador, de llegar al Ministerio con la ropa desgarrada después del ataque, que su papá había sido policía y que los reportes confirmaban su violación, le negaron la atención, ¿qué podría esperar alguien como yo, que tan poco recordaba? Al papá de Lucero le pidieron dinero para gasolina, para transportar a los peritos, dinero que no tenía, por lo que nada hicieron por ella. Su violador, El Kiko, incluso la amenazó tiempo después.
La violación destruyó su vida, y el caso quedó impune. Tuvo que ocurrir una desgracia aún mayor, que el Maseca y el Salitre, amigos de Lucero, la violaran y la asesinaran, y que la prensa diera a conocer su caso, para que las autoridades lo atendieran.
Dulce Cristina sufrió una tragedia similar: la levantaron a ella y a su novio afuera de su domicilio, a él lo liberaron, a ella no; dijeron que la usarían para divertirse. La asesinaron a puñaladas. Su novio y su familia corrieron al Ministerio Público. Antes de siquiera buscarla, la policía tan sólo se limitó a llevar a su padre a los lugares donde era más común encontrar cuerpos, sin hacer nada más por encontrar a Dulce.
Los amigos y familiares fueron quienes hallaron el vehículo en el que se la habían llevado. Detuvieron a dos de los involucrados y los sentenciaron a un poco más de tres años, pero no por su muerte o intentar violarla, sólo por robo armado. Uno de ellos salió bajo fianza. El tercero, Luis, fue reconocido días después caminando por la colonia. Lo consignaron por portación de armas, no por feminicidio; no sin antes advertirle a las víctimas y familiares que podría salir por falta de pruebas. Luis ya había violado antes, sin que hubiera recibido castigo.
Yo no elegí denunciar sólo por el miedo a que mi caso quedara en la impunidad. Temía también que denunciar agravara mi situación, volver a sentirme una víctima.
Tenía que hacer algo distinto.
Decidí contarle lo ocurrido a una amiga. Me dijo algo como: “Así son los hombres. Tal vez sea una señal para dejar de tomar tanto”. Me sentí tonta, avergonzada, victimizada, exactamente los mismos sentimientos que había tenido después de lo ocurrido. No volví a contárselo a ninguna mujer hasta que escribí esto. A diferencia de ella, el grupo de amigos al que le conté después no me hizo sentir victimizada, ni avergonzada o tonta. No había lástima en sus ojos, sino furia, y no estaba dirigida hacia a mí. Decidieron ayudarme a enfrentarlo.
El día que lo cité volví a sentir las mismas nauseas que cuando desperté a su lado. Los nervios estaban a punto de enloquecerme cuando llegó un mensaje suyo.
“Voy en camino, ¿dónde te veo?”
Miré a mí alrededor y por primera vez noté a un policía cerca. Sentí mucho miedo. ¡Estúpida! ¿Cómo pude haber elegido un lugar tan público? El miedo se convirtió en pánico. Sólo un pensamiento invadía mi mente, no quería ver su rostro de nuevo. Me sacudí el miedo y le indiqué por mensaje cómo encontrarme. Me paré junto a un puesto de comida callejera. Compré dos cigarros sueltos. Cuando finalmente llegó a donde estaba, prendí uno y empecé a caminar. Me siguió instintivamente.
Llegamos a una banca que ya teníamos marcada. Se adentraba hacia una especie de parque urbano donde no llegaba la luz, había varios árboles a su alrededor que la ocultaban y pocas personas caminaban hacia esa dirección. Me senté y le hice señas para que hiciera lo mismo.
Los siguientes minutos pasaron muy rápido.
Cada vez que los recuerdo quisiera haberlos estirado más, que después de escucharlo todo me hubiera pedido perdón, o me hubiera probado equivocada, para entonces detenerlo todo. Quería decirle que no lo entendía.
Quería decirle —quería decirte— que eras uno de mis mejores amigos, compañero de lucha. Por ti decidí regresar a la Universidad, pasamos incontables horas hablando del país, trabajando, soñando con cambiarlo. Me sentía segura a tu lado. Conocías a mi novio y te abrimos la puerta de nuestro hogar. Te confiamos mucho. Te confié mucho y tú me violaste.
Pero nada de eso salió de mi boca, el miedo, los nervios y las náuseas que volvían y se revolvían con el no tan reconfortante sabor a cigarro, me lo impidieron.
Cogerte a alguien inconsciente es una violación y punto.
Todo lo que pude decir era que no quería volver a verlo de nuevo. De pronto, me sentí estúpida, y aún más enfurecida. Era patético verme en esa situación, teniendo que recordarle al que había creído uno de mis mejores amigos que cogerte a alguien inconsciente es una violación, punto.
Se lo habría querido decir en su cara. Pero no pude hacer nada de eso. A pesar de que los nervios y el miedo desaparecían dejándome cada vez más furiosa, no pude hacerlo. No sola.
Así que en cuanto pronuncié lo poco que logré decirle y sentí que ya no podía verlo más, tomé el celular de nuevo. Mientras mantenía su atención con mis últimas palabras, envié un mensaje que ya tenía escrito.
Pasaron sólo unos segundos antes de que se viera rodeado de amigos que habían decidido acompañarme. La banca prevenía que se escapara por detrás y mi novio se encontraba justo frente a él. Comencé a alejarme, por miedo, pena, angustia, no lo sé, sólo recuerdo alejarme. Se escuchaba la voz de mi novio al fondo.
—Párate güey—, le dijo.
—No. No estoy de acuerdo.
—Párate cabrón. Sabes lo que hiciste.
—No estoy de acuerdo—, siguió repitiendo.
Había imaginado miles de probabilidades. Lo había imaginado de pie, arrepentido. Un golpe habría bastado entonces, quizá en el estómago o en la cara, quizá ninguno. Regresé. Una o dos palabras más salieron de mi boca, intentando confrontarlo verbalmente por última vez, pero ya no tenía sentido.
Lo odié, cuando lo vi acobardado, negándose a ponerse de pie y enfrentarme, enfrentarse a las consecuencias de sus actos. Lo odié y me dio lástima también. No tenía que terminar así.
Le volví a dar la espalda. Sin decir nada se convirtió en la señal para que se desataran la embestida. Mientras me alejaba escuché sus gemidos y los golpes secos de los puños aterrizando una y otra vez, sobre su cuerpo y su rostro. Todo pasó muy rápido. Un instante después, volteé y lo vi acercarse a toda velocidad; pensé que venía hacia mí para finalmente confrontarme, pero mientras corría hacía donde estaba, se volvió claro que sólo intentaba huir.
No volví a saber nada de él.
Yo sigo arrepentida de todo: de comprar las cervezas, abrir la botella, acostarme en la litera; no tuvo que terminar así, en golpes y sangre. Es estúpido pensar que antes de que una mujer salga a tomar con sus amigos, les deba pedir que no se la cojan.
No creo que la ocasión merezca un tratado sobre violación o venganza; un pendejo se propasó y recibió su merecido. Lo archivé en mis recuerdos y ahí permaneció hasta que comencé a leer artículos sobre violación, y sus comentarios me enfurecieron tanto como cuando ese cabrón no se puso de pie.
El shock inicial producido por la incertidumbre de no entender cómo es que me había pasado, a mí, que estaba entre amigos, se desvaneció al comprender que sólo me volví un número más. Inevitablemente, y por estadística, tenía que pasarme a mí, o a alguien cercano. Seguimos creyendo que nada más son cifras o cuentos de terror en tierras lejanas. No nos percatamos que la violencia, no sólo sexual, ya nos tiene invadidos. Aquí, como en muchos otros rincones del mundo, son nuestras actitudes retrogradas, cotidianas, a veces imperceptibles, los verdaderos focos replicadores de violencia; como esos mensajes idiotas en los que “no lo mereces” pero “es tu culpa”, por haber besado a algún tipo estando borracha, o por lo corto de tu vestido.
Entender que lo que me había pasado era en efecto un reflejo de mi contexto me llevó a querer buscar una justicia diferente. Yo que tan pocos detalles recordaba, que no tenía signos de agresión física o el himen desgarrado, yo que ni siquiera recordaba haber sido penetrada, ¿qué pruebas podría ofrecer? ¿Cómo podía esperar obtener justicia bajo ese sistema podrido? Pero algo tenía que hacer. No quería vivir con miedo, o vergüenza, no podía dejar que una violación más, mi violación, quedara impune.
Tuve suerte de estar acompañada, de haber tenido el respaldo de muchas personas, y estoy consciente que no todos viven ese privilegio.
No tengo la respuesta a nada, ni mensajes positivos para alguna otra víctima, ni pienso que lo que hice cambiará al mundo. Lo que hice simplemente me dio el cierre que necesitaba, porque me permitió dejar de sentirme como una víctima, y eso me pareció algo digno de compartir.
Quizá hayamos perdido la batalla a largo plazo, y reaccionar como yo lo hice sea egoísta, pesimista y violento, pero en mi caso, estoy convencida de que ese pendejo recibió un castigo por sus actos, y eso me hace sentir muy bien.
FUENTE : SIN EMBARGO Y VICE NEWS