El monopolio de la (pos)verdad

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La diferencia estribó esta vez en la deliberada forma como se introdujo a la discusión el concepto de “verdad”, para defender la postura gubernamental

El debate entre autoridades, expertos y medios de comunicación sobre las estadísticas en materia delictiva no es nuevo en México. La reciente confrontación, luego que un diario nacional publicó cifras sobre un supuesto aumento de homicidios dolosos en el primer mes de gobierno de Andrés Manuel López Obrador, parecería sólo otro capítulo de una polémica lógica, en un país donde la seguridad es un grave problema para los ciudadanos.

La diferencia estribó esta vez en la deliberada forma como se introdujo a la discusión el concepto de verdad, para defender la postura gubernamental. No vamos a ocultar nada. Tenemos ese compromiso, hablar con la verdad. No vamos a permitir que se digan mentiras, dijo LópezObrador nada más al aparecer la noticia, sin aportar todavía datos propios para contrarrestarla.

Más allá de la información oficial presentada al día siguiente por el mandatario y su secretario de Seguridad Pública, Alfonso Durazo, y de las explicaciones del diario sobre la fiabilidad del medidor estadístico en que basa su información y que -asegura- funciona con el mismo rigor metodológico desde el gobierno de Vicente Fox, lo importante es el desafío lanzado desde el Palacio Nacional sobre quién tiene el monopolio de la verdad.

O deberíamos decir de la posverdad, ese término elegido en 2016 como palabra del año por el Diccionario Oxford y que se refiere a las circunstancias en que los hechos objetivos son menos influyentes en la formación de la opinión pública que los llamados a la emoción y a las creencias personales.

En su libro Posttruth, el filósofo Lee McIntyre, de la Universidad de Boston, comienza su reflexión sobre el fenómeno a partir de la discusión en Estados Unidos en torno al cambio climático y la postura del presidente Donald Trump, sobre que todo es una farsa inventada por el gobierno de China para arruinar a la economía estadounidense.

Los negacionistas y otros ideólogos adoptan rutinariamente un estándar obscenamente alto de duda hacia datos que no quieren creer, junto con una completa credulidad hacia cualquier dato que se adecúe a su agenda. El principal criterio es el que favorece a sus creencias preexistentes. Esto no es un abandono de los datos, sino una corrupción del proceso por el cual los datos son reunidos de forma creíble y usados de forma confiable para dar forma a las propia creencias sobre la realidad, observa McIntyre.

En ese escenario, concluye, la pos-verdad sirve para una forma de supremacía ideológica, por la cual sus practicantes están intentando obligar a alguien a creer en algo aunque haya evidencia para ello o no. Y esto es una receta para la dominación política.

Si en el anterior sexenio el uso del concepto tuvo una desafortunada aplicación, cuando el titular de la PGR, Jesús Murillo Karam, se refirió a la controvertida verdad histórica del caso Ayotzinapa, habrá que ver qué papel juega en la actual administración ese nuevo y peligroso rostro de la verdad llamado posverdad.

Raúl Cortés / Analista / El Heraldo de México

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